Universidad de Puerto Rico
Recinto de Río Piedras
Facultad de Educación
Pedro Subirats Camaraza
Filosofar para Pensar
Nuestra situación actual educativa exige un pensar profundo y la función de la filosofía es pensar. La educación necesita ser pensada. Con urgencia y profundidad. Pensada no sólo en finanzas y gerencia, organización y estructuras, pedagogía, métodos y tecnologías, sino pensarla filosóficamente. ¿Pero cuál es la situación?, ¿qué significa pensar?, ¿para qué pensar filosóficamente la educación? Al trabajar esas preguntas, responderlas, volver de nuevo a las preguntas y otras respuestas, estamos inmersos en la tarea del curso.
Muchas veces confundimos el pensar con el estudiar. Estudiar es ponerse con voluntad a trabajar en algo. En este sentido afirmamos que hemos estudiado cuando leemos un libro, aprendemos su contenido, memorizamos, recordamos, sintetizamos y exponemos. Esto ciertamente es estudiar, pero no el pensar al que nos referimos en filosofar.
Pensar es meditar. Meditar es como un rumiar, como un volver sobre las cosas. Por eso son muy pocos los que piensan, y muchos los que memorizan y acumulan maquinalmente determinadas informaciones. Decimos que pensar es un volver sobre las cosas. Pero este volver supone antes un partir de las cosas. Ese partir de la realidad es el origen de filosofar. El empezar a pensar supone siempre un tipo de desgarramiento, desprendimiento, distancia; en nuestro contexto lo podemos denominar crisis. La crisis, que en griego procede del verbo “krinein”, indica más alejarse que juzgar. Es necesario alejarse, tomar distancia, partir, de la vida cotidiana para poder pensarla como “desde afuera”. El filósofo debe separarse, romper. ¿Pero de qué y con qué? De la cotidianidad.
La cotidianidad es, ante todo, la organización diaria de la vida, la repetición y reiteración de actividades, es la división del tiempo y del ritmo con que se desenvuelve la historia personal de cada uno. En la cotidianidad las cosas, acciones, personas, movimientos, eventos, toda la circunstancia ambiental son datos que se aceptan como algo conocido. En la cotidianidad todo está al alcance de la mano, por eso se considera la realidad como una totalidad, en la que se “está” dentro de ella. Es una especie de tiranía de un poder impersonal, anónimo, que impone a cada individuo su comportamiento, su modo de pensar, sus gustos, sus deseos y necesidades, sus protestas. Es dentro de este horizonte donde comprendemos el mundo, a los demás, a nosotros mismos. Todos tenemos esta comprensión por el mero hecho de ser individuos, de existir.
Pero esta comprensión familiar de la realidad, esta habituación de las rutinas cotidianas, es un obstáculo para el pensar filosófico. Para filosofar es necesario salir del mundo de la cotidianidad. Este salir del mundo familiar, habitual, rutinario y repetitivo, el “estar fuera” de lo obvio, de lo heredado, de lo aceptado, de lo cotidiano recibido por tradición, es lo que los filósofos griegos llamaban admirar: thaumazein.
La admiración no es un mirar distraídamente las cosas que nos rodean. Ni siquiera es el sorprenderse de las novedades diarias. Porque estas novedades siempre se mantienen en el ámbito de la cotidianidad. La admiración supone una extranjería, ser extranjero en el mundo de lo cotidiano. Como el campesino del interior del monte que llega a la ciudad y se siente extraño en ella. Esta actitud nace cuando nos admiramos de la realidad diaria. “Lo admirable -decía Chesterton- no es que el sol no salga un día; lo admirable es que salga todos los días”. Esto es saber extrañarse. Es ad-mirar, mirar más allá de lo ordinario.
Nos habituamos a lo que nos rodea y aquello que sería el objeto del pensar desde la extranjería no nos aparece. Nos “admiramos” cuando escuchamos noticias de cuestiones más bien accidentales; pero lo fundamental, lo que está en la base, eso nunca nos causa admiración, no existe para nosotros, está fuera del campo perceptual por estar fuera de lo cotidiano, de lo familiar, de lo conocido.
La admiración es el verdadero arjé de la filosofía, vocablo griego para significar fuente, origen, principio, naturaleza; en sentido general, es lo original. La empresa humana que hemos denominado “filosofar” tiene en su base, arjé, la admiración; ésta se presenta, a lo largo de la historia de la filosofía, con distintos nombres. Ciertos autores la bautizan como “intuición”; para otros es “reducción”; Ortega dice que la filosofía es una terapéutica de la “creencia” fracturada; Heidegger iniciará su obra fundamental diciendo que “la pregunta por el Ser está en el olvido”. ¿Y por qué en el olvido? Porque el polvo de la cotidianidad, la corrupción de lo obvio oculta el fundamento de las cosas.
Por el contrario, el pensar-meditativo es como permanecer en un desierto. Nietzsche escribió alguna de sus cartas indicando como dirección del remitente “El desierto”. Este desierto no es un lugar geográfico ciertamente. Es algo más profundo: la posición en que nos deja el pensar. Recordemos a Sócrates. No sólo pensaba, hizo su vida un pensar, su ethos era el pensar: “Atenienses, tened presente que yo no puedo obrar de otro modo aunque se me impongan mil penas de muerte. Con este pensamiento, haced caso a Anito o no se lo hagáis, absolvedme o no me absolváis” (Apología de Sócrates).
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