Universidad de Puerto Rico
Recinto de Río Piedras
Facultad de Educación
Fundamentos Filosóficos de la Educación (EDFU 4019)
Profesor: Pedro I. Subirats Camaraza
Educar para la vida buena
En cuanto a una persona la revisten de “personaje” uno de los datos más requeridos en su currículum es su procedencia académica: ¿dónde cursó sus estudios? Y se hurga en los archivos escolares y desempolvan viejos expedientes en las que se destaca al ilustre y aventajado alumno… que es honor y orgullo de sus maestros. Pero también hay antiguos alumnos cuya ficha académica se quisiera en blanco y cuya antigua presencia escolar ensombrece las actas y los recuerdos de sus profesores y sus escuelas. Quiero decir que existen monstruos “educadísimos” que fueron ilustres alumnos antes de que fueran ilustres delincuentes, mafiosos o verdugos sanguinarios.
Infinidad de ejemplos vienen a la memoria; baste recordar el horror del campo de concentración de Dachau, cuyos constructores de cámaras de gas fueron doctos ingenieros; inyecciones letales las aplicaban médicos y enfermeras tituladas en las mejores universidades alemanas; encargados de fusilar mujeres y niños tenían estudios universitarios: doctores y licenciados. Lo dramático es la conclusión verificada por la historia: escuelas y universidades podrán transmitir conocimientos y titular diplomas, pero educar de verdad es dudoso sabiendo que los horrores más espantosos de los últimos siglos fueron hechos por personas “educadas” en centros escolares y universitarios. La historia de campos de concentración de antes y ahora, las nutridas redes de la mafia internacional de siempre, las corrupciones en Wall Street, los crímenes más espantosos protagonizados en gran parte por personas cultas, abona la tesis de que la cultura no excluye necesariamente la barbarie sino que, en algunos casos, hasta la refina. Que se puede ser muy culto y muy 'señor o señora', y además, ser un vil canalla, ladrón y asesino. Que la educación sin bondad puede resultar en una escuela de monstruos “educadísimos” deformados en las escuelas y las universidades.
Escribo estas líneas al iniciarse un nuevo semestre académico donde estaré compartiendo estas ideas con universitarios que serán maestros y maestras de otros estudiantes. Y terminarán siendo egresados universitarios. Pero ¿a cuántos de ellos la educación les va a capacitar para simultanear con el ejercicio de la enseñanza, el ejercicio de la bondad, la compasión? Me sigue asombrando que en los años educativos se enseñe a niños y jóvenes todo menos lo esencial: el arte de ser felices, la asignatura de respetarse unos a otras, la carrera de asumir el sufrimiento ajeno, de no temer la muerte, la milagrosa ciencia de conseguir una vida llena de vida, una vida plena de inteligencia, sí, pero inteligencia al servicio de la compasión, de la paz y la justicia, una inteligencia para aprender a ser libres, una libertad que nos emancipe del egoísmo y la violencia. Inteligencia que ame.
Puede que el profesor de Química, Ingeniería, Matemática, y demás profesiones, se escuden en que eso no es lo suyo, que eso es más propio del profesor de Religión o Filosofía Moral que se ocupan de valores. Discrepo. Pero es que la asignatura la imparte un hombre o una mujer cuyas vidas no se clausuran entre los estrechos límites de fórmulas químicas o ecuaciones o un estilo gerencial, sino que incluyen un lote de respuestas cotidianas a los planteamientos esenciales de la vida, esos que nos duelen y nos alegran en lo hondo del ser. No soy tan ingenuo como para creer que la ética del buen vivir se deba convertir en una asignatura, de hecho, me cuento entre los que nos opusimos a que escuelas se empeñen en “enseñar” moral como un curso, asumiendo que se forman personas decentes. Un ilustrado Secretario de Educación que implantó esos cursos está convicto de corrupto por bribón.
Los educadores son, desde su vida, una respuesta ética. Educar (en su raíz latina 'educere': sacar de dentro) es quitar lo que sobre y, por tanto, se aproxima más a la tarea del escultor que a la del pintor: no se trata de amontonar barnices en la superficie, sino de descubrir lo que está dentro. El educador educa desde su propia vida, su enseñar es demostrar la verdad de quién es. Educar a otro es ayudarle a descubrir lo mejor de sí. Es un arte de vivir. Para hacer arte cuenta y mucho la materia prima pero cuenta, además -y ¡cuánto!- el artista que lima cuidadosamente las aristas y pule y retoca y desprende con mimo las astillas del bloque. Qué responsabilidad la del educador sin arte que raspa en la costra sin profundizar en el alma o la deja herida por su torpeza. Puede ser el principio del fin. Cargamos a los estudiantes de asignaturas, pero no hay tiempo para jugar con ellos, estar con ellos, simplemente escucharlos y comprenderlos desde su vida concreta, esa en que sufren y se alegran, no desde un manual de teorías. A lo mejor, a fuerza de consumir tantas asignaturas nos hemos olvidado de ofrecer a nuestros niños y jóvenes lo más urgente: explorar el sentido de la vida, por qué y para qué vivir. En realidad, hoy no nos enfrentamos, como en tiempos de Freud, con una frustración sexual, sino frustración existencial. El ser humano de nuestros días no sufre tanto, como en tiempos de Adler, bajo un complejo de inferioridad, sino bajo una abismal falta de sentido, un sentimiento de vacío existencial que se manifiesta en el persistente fenómeno del aburrimiento, aliviado bajo las mil formas subterráneas y anecdóticas, que van desde la droga al alcohol al frenesí, pero que son, a la hora de la verdad, un grito que grita con urgencia vivir una existencia con sentido, vivir una vida con el gozo de tener una tarea que cumplir, un encuentro con otro ser humano al que amar bajo la forma de un tú, no de un ello o éste. La neurosis de este mundo no es sino el sufrimiento del alma que no ha encontrado su sentido, su camino y su destino.
Frente a esta dramática situación urge que los educadores enseñen, desde su ser y saber, el gozo privilegiado de ofrecer su vida como una tarea siempre ilusionante para que los educandos vitalicen esa gran lección -desde la primera hora del encuentro educativo- ese maravilloso acontecimiento ético de estar unos junto a otras, de aprender a convivir en paz en medio de las diferencias. Educador es quien consigue deshacer las resistencias al mayor conocimiento de todos, el saber convivir. Porque la educación es encantarse con experiencias de vivir juntos y aprender, que en ocasiones acontecen en situaciones de injusticia y violencia. ¿Cómo podemos vivir juntos en paz cuando la vida duele por el odio? ¿Cómo educar en un saber vivir bien cuando esa vida sufre? El aspecto instructivo de la educación actual con su profusión de asignaturas y asignaciones es incapaz de responder vitalmente estas cuestiones, más allá de memorizar o intelectualizar ideas.
Hemos de pensar la educación a partir de condiciones concretas de seres existenciales que buscan sentido a sus vidas. La humanidad está en encrucijada ético-política, y no encontrará salida para su supervivencia como especie amenazada por sí misma, en tanto no construya consensos sobre cómo incentivar nuestro potencial y disposiciones hacia la solidaridad. Ese potencial para crear y esa apertura para compartir no se igualan bajo órdenes ni imposiciones. Por antigua y romántica que parezca la idea, sin profundas convicciones espirituales, no surgirá una convivencia humana en donde no falte para todos ni la riqueza de bienes disponibles ni el deseo de querer convivir en paz, gozo y amor por encima de las diferencias. Podrá ser metáfora, no sé, lo importante es la belleza poética del Evangelio al expresar concisamente el gran amor de la divinidad al salir al encuentro de sus hijas e hijos: “Para que tengan vida y la tengan con abundancia”. Urge una revolución que radicalice la pedagogía: educar para vivir una vida 'con abundancia', una vida llena de vida, plena de sentido, realizada con lo más preciado del ser de cada cual. Esa vida dará a los demás conocimientos académicos su apropiado sentido.
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