Rosa, Juan… todos tenemos un nombre, a todas nos
llaman por un nombre, incluso antes de nacer. Al nacer nos llaman por nuestro
nombre. Aprendemos a dirigir nuestra mirada, en señal de atención, cada vez que
escuchamos un sonido cuyas sílabas son de determinada forma. Escuchamos el
sonido de un nombre por el que nos llaman. Se forma una imagen psíquica del yo
que será un yo consciente al cabo de
unos siete años. Se forma, es decir, los adultos imprimen la forma mental de
quién soy yo a partir de una palabra que nombra una identidad personal. En
algunos casos, podemos ser llamados por nombres diferentes al original del
registro demográfico o del bautismo religioso. Paco a quien se llama Francisco,
Chabela a Isabel. A veces se imprime más afectividad: Beba, Cheo.
El nombre propio inicia la identidad personal, en
contraposición a los nombres de otros. Un espacio separa de los demás, en un
tiempo de relación. La primordial experiencia
de ser llamados por un nombre específico constituye, junto con la
experiencia del tiempo y el espacio, la experiencia
medular que crea condiciones para el desarrollo de la consciencia personal
y las relaciones interpersonales, esto es, subjetividad e intersubjetividad. Nuestra
vida transcurre en esa triangulación del nombre, el tiempo y el espacio.
Parecería a simple vista obviedad o simpleza sin importancia. No es. Sin esa
experiencia medular no existimos, no somos, y nada se nombra. Sin esa consideración no hace sentido pensar filosofía,
ética y educación, el interés temático de este curso.
Entre los diversos propósitos y actividades de la universidad
se destaca uno primordial, el eje en que giran los demás, que son subsidiarios:
pensar la realidad, el mundo, al humano, en multiplicidad de conocimientos,
interpretaciones teóricas, implicaciones prácticas. En la universidad se
privilegia el pensar que cuestiona, problematiza, investiga, busca la verdad y desenmascara
la falsedad, un pensar con disciplina, honestidad y apertura mental. La clave
del pensar es preguntar, la pregunta depende de qué se piensa, cómo, por qué. Por
ejemplo, ¿quiénes somos?, ¿dónde estamos?, ¿a dónde vamos?, ¿qué hacer?, y la
pregunta más difícil de todas, ¿por qué?
Empezamos por nacer. Nacemos con un “sentimiento
oceánico”, sensación de todo o nada, según Freud. En el útero materno no
sentimos límites. Existimos nadando placenteramente en el líquido amniótico, sin
fuerza de gravedad. No es casual que placenta -la masa carnosa que une al feto
con la superficie del útero- y placer tengan la misma raíz latina (plac-enta y
plac-ere). El feto se alimenta sin traumas a través del cordón umbilical, no tiene
que llorar al solicitar alimento. No hay espacio como experiencia de límite; la
motilidad de instintos primigenios -contracción y expansión- se realizan sin
dificultad. Tampoco existe el tiempo.
Al nacer, la vivencia del tiempo se determina por el
reloj biológico que recuerda alimentarse cada tres horas. No diferenciamos el día
de la noche. Llegará el momento de acomodarnos al reloj cultural. Experiencia
del límite. No será entonces cuando
la necesidad lo indique, sino cuando el tiempo familiar o del entorno dicte el
momento de alimentarnos. Habrá que llorar, patalear. Aparece el tiempo, el horario
reglamentado, discontinuo, crono-lógico, en familia, en escuela, el trabajo, la
vida cotidiana. Así, comenzamos a experimentar el ajuste y la acomodación
(Piaget). El día para la vigilia, la noche para dormir, o una adaptación según
la necesidad o la circunstancia. La sociedad nos forma según modelos previos,
arquetipos, estándares, valores, creencias, que definen nuestro ser y estar en
el mundo. Somos formados para con-formarnos. Si por fortuna se dan condiciones
de libertad, se puede pasar de la formación en autoridad del adulto a la
transformación propia del sujeto, la autoría que recrea de nuevo, es decir, la educación
auténtica.
La formación externa, de afuera, es educare, en latín. Si existiese un
tiempo y un espacio en que el naciente, en condición de libertad, pueda transformarse
desde adentro, es educere, en latín. La
primera es inevitable y fácil, se absorbe por socialización, la segunda puede o
no acontecer, es laboriosa en responsabilidad. No son equivalentes en valor ni intencionalidad.
En el útero no existe el ahí, sino el dentro. No
nos diferenciamos de nuestra madre. Estamos dentro de ella en sus entrañas,
envueltos biológicamente por ella. Luego de nacer, cuando la madre nos llama
por el nombre, nos abraza, sentimos el calor de su cuerpo. Imaginemos la
experiencia, ya no de ser abrazados por un cuerpo humano, sino la de ser contenidos en un cuerpo humano. En místicos
es desaparición del sujeto inmerso en el Todo. Al nacer, la vivencia del espacio está condicionada
por el aquí y allá del rostro materno. Ya
no estamos dentro de ella. No existimos en el océano primigenio. Los primeros
meses la madre está junto a nosotros, nos cuida al amarnos. Ciertamente, suponemos
una madre acogedora con tiempo y espacio para cuidar al ser naciente, un supuesto
teórico crucial en esta reflexión: el amor materno. Que sea infrecuente por las
razones que fueren, es otro asunto.
Junto a nosotros los primeros meses, ella a nuestro
lado. A veces no está. Esta experiencia en que se alterna la presencia y la
ausencia materna determina la experiencia del límite que nos impone el espacio.
Somos esto y no aquello. Nos llamamos así y no de otro modo. En la natalidad nos
acoge la madre que nos acepta, comprende y ama, el acontecimiento original en esas cualidades de la educación, según H. Arendt.
Nombre, tiempo y espacio crean las coordenadas de
nuestros límites y posibilidades. Los elementos constitutivos de la aventura humana, necesarios para ir desde ese sentimiento oceánico, primigenio
con el cual nacemos, a la gran
experiencia del límite humano, la muerte, donde el tiempo y el espacio,
transformados en eternidad sin límites o
vivacidad (Octavio Paz), se comprimen y los procesos orgánicos vitales se
detienen para siempre.
Nuestra vida inicia
con una sensación de todo o nada, de omnipresencia,
y regresa, en el ocaso, nuevamente al
todo, para quienes creen en la
eternidad como destino, o a la nada, para
quienes piensan que la muerte es inexorablemente el final, y nada más.
En el nombre, tiempo y espacio del curso pensemos nuestro
ser y estar en el mundo.
No comments:
Post a Comment