Thursday, December 29, 2016

Nombre, Tiempo, Espacio

Rosa, Juan… todos tenemos un nombre, a todas nos llaman por un nombre, incluso antes de nacer. Al nacer nos llaman por nuestro nombre. Aprendemos a dirigir nuestra mirada, en señal de atención, cada vez que escuchamos un sonido cuyas sílabas son de determinada forma. Escuchamos el sonido de un nombre por el que nos llaman. Se forma una imagen psíquica del yo que será un yo consciente al cabo de unos siete años. Se forma, es decir, los adultos imprimen la forma mental de quién soy yo a partir de una palabra que nombra una identidad personal. En algunos casos, podemos ser llamados por nombres diferentes al original del registro demográfico o del bautismo religioso. Paco a quien se llama Francisco, Chabela a Isabel. A veces se imprime más afectividad: Beba, Cheo.

El nombre propio inicia la identidad personal, en contraposición a los nombres de otros. Un espacio separa de los demás, en un tiempo de relación. La primordial experiencia de ser llamados por un nombre específico constituye, junto con la experiencia del tiempo y el espacio, la experiencia medular que crea condiciones para el desarrollo de la consciencia personal y las relaciones interpersonales, esto es, subjetividad e intersubjetividad. Nuestra vida transcurre en esa triangulación del nombre, el tiempo y el espacio. Parecería a simple vista obviedad o simpleza sin importancia. No es. Sin esa experiencia medular no existimos, no somos, y nada se nombra. Sin esa consideración no hace sentido pensar filosofía, ética y educación, el interés temático de este curso.

Entre los diversos propósitos y actividades de la universidad se destaca uno primordial, el eje en que giran los demás, que son subsidiarios: pensar la realidad, el mundo, al humano, en multiplicidad de conocimientos, interpretaciones teóricas, implicaciones prácticas. En la universidad se privilegia el pensar que cuestiona, problematiza, investiga, busca la verdad y desenmascara la falsedad, un pensar con disciplina, honestidad y apertura mental. La clave del pensar es preguntar, la pregunta depende de qué se piensa, cómo, por qué. Por ejemplo, ¿quiénes somos?, ¿dónde estamos?, ¿a dónde vamos?, ¿qué hacer?, y la pregunta más difícil de todas, ¿por qué?   

Empezamos por nacer. Nacemos con un “sentimiento oceánico”, sensación de todo o nada, según Freud. En el útero materno no sentimos límites. Existimos nadando placenteramente en el líquido amniótico, sin fuerza de gravedad. No es casual que placenta -la masa carnosa que une al feto con la superficie del útero- y placer tengan la misma raíz latina (plac-enta y plac-ere). El feto se alimenta sin traumas a través del cordón umbilical, no tiene que llorar al solicitar alimento. No hay espacio como experiencia de límite; la motilidad de instintos primigenios -contracción y expansión- se realizan sin dificultad. Tampoco existe el tiempo.   

Al nacer, la vivencia del tiempo se determina por el reloj biológico que recuerda alimentarse cada tres horas. No diferenciamos el día de la noche. Llegará el momento de acomodarnos al reloj cultural. Experiencia del límite. No será entonces cuando la necesidad lo indique, sino cuando el tiempo familiar o del entorno dicte el momento de alimentarnos. Habrá que llorar, patalear. Aparece el tiempo, el horario reglamentado, discontinuo, crono-lógico, en familia, en escuela, el trabajo, la vida cotidiana. Así, comenzamos a experimentar el ajuste y la acomodación (Piaget). El día para la vigilia, la noche para dormir, o una adaptación según la necesidad o la circunstancia. La sociedad nos forma según modelos previos, arquetipos, estándares, valores, creencias, que definen nuestro ser y estar en el mundo. Somos formados para con-formarnos. Si por fortuna se dan condiciones de libertad, se puede pasar de la formación en autoridad del adulto a la transformación propia del sujeto, la autoría que recrea de nuevo, es decir, la educación auténtica.  

La formación externa, de afuera, es educare, en latín. Si existiese un tiempo y un espacio en que el naciente, en condición de libertad, pueda transformarse desde adentro, es educere, en latín. La primera es inevitable y fácil, se absorbe por socialización, la segunda puede o no acontecer, es laboriosa en responsabilidad. No son equivalentes en valor ni intencionalidad.

En el útero no existe el ahí, sino el dentro. No nos diferenciamos de nuestra madre. Estamos dentro de ella en sus entrañas, envueltos biológicamente por ella. Luego de nacer, cuando la madre nos llama por el nombre, nos abraza, sentimos el calor de su cuerpo. Imaginemos la experiencia, ya no de ser abrazados por un cuerpo humano, sino la de ser contenidos en un cuerpo humano. En místicos es desaparición del sujeto inmerso en el Todo. Al nacer, la vivencia del espacio está condicionada por el aquí y allá del rostro materno. Ya no estamos dentro de ella. No existimos en el océano primigenio. Los primeros meses la madre está junto a nosotros, nos cuida al amarnos. Ciertamente, suponemos una madre acogedora con tiempo y espacio para cuidar al ser naciente, un supuesto teórico crucial en esta reflexión: el amor materno. Que sea infrecuente por las razones que fueren, es otro asunto.

Junto a nosotros los primeros meses, ella a nuestro lado. A veces no está. Esta experiencia en que se alterna la presencia y la ausencia materna determina la experiencia del límite que nos impone el espacio. Somos esto y no aquello. Nos llamamos así y no de otro modo. En la natalidad nos acoge la madre que nos acepta, comprende y ama, el acontecimiento original en esas cualidades de la educación, según H. Arendt. 

Nombre, tiempo y espacio crean las coordenadas de nuestros límites y posibilidades. Los elementos constitutivos de la aventura humana, necesarios para ir desde ese sentimiento oceánico, primigenio con el cual nacemos, a la gran experiencia del límite humano, la muerte, donde el tiempo y el espacio, transformados en eternidad sin límites o vivacidad (Octavio Paz), se comprimen y los procesos orgánicos vitales se detienen para siempre.  

Nuestra vida inicia con una sensación de todo o nada, de omnipresencia, y regresa, en el ocaso, nuevamente al todo, para quienes creen en la eternidad como destino, o a la nada, para quienes piensan que la muerte es inexorablemente el final, y nada más.
En el nombre, tiempo y espacio del curso pensemos nuestro ser y estar en el mundo.
  


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