Aburrido,
distraído, estoy viendo tv, pasando canales con noticias, anuncios, cocineros,
novelas, vendedores vendiéndome lo que no me interesa, hasta que aparece en
pantalla una vendedora seductora y atractiva mirando al televidente, dice “amor
mío, escucha…”, sus labios en pantalla. “Amor mío” soy yo. El producto que vende,
si lo uso, la hará satisfecha. Me abochorno pensar lo necesito. La miro, no
compro, disfruto verla. Cuento mi cuento privado no para que sepas mi
intimidad, sino por otro cuento, éste es público, en que puedes identificarte
conmigo.
Supongo has
tenido la misma experiencia de ver en tv personas, noticias, anuncios, películas.
Usualmente mientras vemos tv suspendemos el juicio crítico que discierne lo
real de lo ilusorio. Suponemos ver en la pantalla algo de realidad, aunque sabemos es irreal. No creemos que hay unos
seres diminutos detrás de la pantalla. Pero existen en algún sentido, al menos,
cuando los filmaron, aunque ahora estén muertos. ¿Es real lo que vemos en ese
momento? Una película se disfruta sólo al suspender el juicio de saber es
película. Si la película es irreal, pero son personas reales haciendo eso
irreal ¿qué realidad es esa? En definitiva ¿qué es lo real en lo virtual?, ¿qué
es la verdad?, ¿cómo saber la realidad de la ilusión? Al ella decir, mirándome,
“amor mío”, ¿soy yo Pedro a quien habla? ¿Es un ser ideal desprovisto de cuerpo
o soy yo? Estamos filosofando.
Platón, sin
tecnologías modernas, hizo esas preguntas. El filósofo narra una parábola que
nos induce a cuestionar si lo que vemos y oímos es real. En la parábola los
humanos habitamos en una caverna, desde infancia estamos atados por el cuello y
por las piernas, por lo que tenemos que permanecer siempre en el mismo lugar y
sólo podemos mirar en una dirección. Un camino pasa entre nosotros, y un fuego
que arde a nuestras espaldas. A lo largo del camino se levanta un muro,
parecido al que los ilusionistas instalan entre ellos y las miradas de los
espectadores, para mostrar sus habilidades. A lo largo de ese muro los
ilusionistas de la caverna desplazan objetos diversos, esculturas, imágenes de
piedra y madera, que sobresalen por encima del muro. Algunos lo hacen hablando,
otros callan. Nosotros, aprisionados, lo que vemos de nosotros mismos, de
nuestros vecinos y de lo que se mueve sobre el muro, son las sombras que el
fuego proyecta sobre la pared de la caverna frente a nosotros. No solamente no
vemos nada iluminado por el sol, sino que no vemos luz alguna, ni del fuego ni
del sol[1].
El relato sigue: un prisionero se libera, regresa a liberar a los demás, se
burlan de él, posiblemente lo asesinan.
La
parábola se refiere a nosotros. Platón se sirve de un extrañamiento de nuestra
condición humana, un sentimiento de extrañeza, es extrañamiento de que nos
asombremos de nosotros mismos. Por lo general no sólo vivimos una falsa
familiaridad con el mundo, sino también con nosotros mismos. Tal vez nos
extrañan situaciones extraordinarias, pero no nos sorprende nuestra situación
habitual. El vivir cotidiano no llama atención, la rutina de siempre,
repetición monótona de cada día. En este sentido, piensa Platón, no nos
sentimos los más próximos, sino más alejados de nosotros mismos. El sentirse
enajenado por la extrañeza de nuestra situación humana, rompe tal familiaridad,
surgida de la larga costumbre, y nos permite rencontrarnos allí donde no
habíamos sospechado: en la caverna. Y ésta llama atención. ¿Qué es esto
(realidad)? ¿Qué hago aquí (situación)? Para tomar consciencia de cuán rutinaria
es nuestra cotidianeidad, necesitamos una situación que provoque, espolee,
despierte. Veamos tres aspectos del relato:
Uno: somos
prisioneros de imágenes que nos presentan los ilusionistas, los sofistas en
tiempos de Platón, charlatanes y demagogos de hoy. Sus puntos de vista son para
nosotros la realidad. Dos: filosofía es la liberación de esa cárcel de las
opiniones. Y dado que la cueva es también una imagen del seno materno, cabe
decir que la filosofía es la liberación del seno materno de nuestros
prejuicios.
Con lo cual la filosofía viene a ser una especie de segundo
nacimiento. Tres: pero contra esa liberación se alza una resistencia en
nosotros. Una tendencia a permanecer en la caverna de nuestros miedos,
inseguridades, prejuicios. Tenemos miedo al dolor del segundo nacimiento. La
filosofía no es inocua, sino que nos hace dudar, temblar, destruye. Nos arranca
de la seguridad rutinaria de nuestras creencias no cuestionadas, nos conduce a
dónde ya no nos sentimos en cómodos en casa. Como si nos trasladaran a otro
planeta. Y desde luego, la tierra, es decir, la cueva, resulta extraña desde la
perspectiva del liberado. La liberación permite una visión extraña que nos hace
ver aquello que nos fue familiar, ahora como si fuese por primera vez. Pero esta
visión nos saca del orden humano habitual. De ese modo la filosofía viene a ser
una especie de muerte del que está aprisionado en prejuicios y distorsiones de
lo real. Filosofar equivale también a morir[2],
una idea platónica con el sentido de una metáfora.
La luz
que hace visible las cosas que están afuera de la caverna, es la luz del sol.
Pero en la parábola de Platón el sol es imagen del iluminado por sabiduría. El
que un rayo de luz penetre en la oscuridad de nuestra caverna e ilumine por
breves momentos con la luz la penumbra en la que vivimos (inautenticidad,
falsedad), es el comienzo de filosofar. El camino de la oscuridad a la luz, en
casi todos los tiempos y culturas, se ha visto como el símbolo decisivo de la
filosofía. La luz de la verdad y lo real. Despertar, Buda. Tao, Lao-Tsé.
Renacer, Jesús.
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