La
etimología del vocablo es clara, se puede consultar en cualquier fuente de
referencia, con pocas variaciones de términos, todas indicando la misma idea, philosophia, en griego, es el amor o la
búsqueda de sabiduría. Pero ¿qué es la sabiduría? Sabiduría ¿es un saber?, si
es ¿cuál tipo de saber?, ¿habilidad?, ¿talento?, ¿disposición anímica?, ¿actitud
ante la vida?, ¿virtud del carácter?, ¿creencias religiosas?, ¿contenido en la
conciencia?
¿Un
saber? Ciertamente es el significado original de la palabra, tanto en los
griegos (sophia) como en los latinos (sapientia).
La mayoría de los filósofos lo confirman desde Heráclito, en Platón es
evidente, en los estoicos, Epicuro y Spinoza, en Descartes y Kant, sabiduría
tiene mucho que ver con el pensamiento, con la inteligencia, el conocimiento,
es decir, con una determinada manera de saber.
¿De qué saber?
Se
trata de un saber muy particular, no cualquiera en que se diga “yo sé tal o
cual cosa”. No es un saber que ninguna ciencia describe, que ninguna demostración
prueba, que ningún laboratorio comprueba, no hay lógica que lo explique, ningún
protocolo lo prescribe. No se trata de pruebas, sino de experiencia. No se
trata de experimentos, sino de práctica. No se debate con argumentos. No se
trata de ciencia, ni de tecnologías, sino de vida.
En
algunas ocasiones, los griegos opusieron la sabiduría teórica o contemplativa (sophia) a sabiduría práctica (phronesis). Es una incorrecta lectura de
Aristóteles; hubo escolásticos que situaron vida contemplativa por encima de la
vida práctica, malinterpretando también a Platón.
Pero son inseparables, o
mejor dicho, la verdadera sabiduría es su conjunción.
Es
probable que unos estén mejor preparados para la contemplación, monjes por
ejemplo, y otros estén mejor capacitados para la acción, deportistas, sin duda.
Pero ninguna facultad -contemplativa o activa- hace sabios. Inteligencia no
basta. Habilidad no basta. Cultura no basta. “La sabiduría no puede ser ni una
ciencia ni una técnica” subrayaba Aristóteles. Se refiere menos a la verdad o a
la eficacia que al bien, para sí
mismo y para los demás. ¿Es un saber? Ciertamente. Pero un saber vivir bien.
Es
la interpretación original de filosofía, un saber pensar, pero no pensar
cualquier cosa en especulación, en lo abstracto, no es un filosofar desvitalizado.
Es un filosofar que nos acerca a la sabiduría: se trata de pensar correctamente
para vivir correctamente. La filosofía nos enseña a vivir bien. Pensar la vida
que merecemos vivir. Vivir ese pensamiento. De la vida buena. Compasiva.
Generosa. Del bien propio y del bien ajeno.
El
que la vida sea tan difícil, frágil, peligrosa, que se sufre, cansados de
luchar para vivir, cansados de vivir luchando, cansados, en definitiva, de
estar cansados, eso constituye una razón suficiente para filosofar, para encontrar
caminos de luz que atraviesan la oscuridad.
Para
esto sirve la filosofía, útil a cualquier edad, al menos desde que se empieza a
pensar y dominar la propia lengua. En la familia, madres y padres que estimulan
a hijos e hijas a ver con curiosidad su
entorno, a saber pensar preguntando, sin forzar respuestas, a dejar que las preguntas
se metamorfoseen en respuestas, no cerradas, abiertas, a verlas nuevamente.
En
la escuela, estudiantes que aprenden matemáticas, botánica, biología,
geografía, historia, literatura, ¿por qué han de privarse de filosofar? Esos
estudiantes que se preparan para ser contables, ingenieros, empresarios,
maestros, psicólogos, abogados, trabajadores sociales, ¿por qué no estudian
filosofía?
Esos
adultos absortos en trabajos, ocupados en profesiones, preocupados con
ocupaciones, ¿cuándo encontrarán tiempo de descanso para filosofar sus vidas?
El fin de filosofar no es filosofar; filosofar es camino, el fin es aprender a
vivir la vida más lúcida con menos locuras, más serena y menos prisa, más libre
de ataduras, en paz, sin violencia. Por eso necesitamos la sabiduría. La vida
más alegre que ve de reojo las desdichas, no las ignora, pero no les da poder
sobre uno.
¿Cómo
he de vivir? Es la cuestión que se plantea la filosofía desde sus inicios. La
respuesta es la sabiduría, encarnada, vivida en actos diarios, en aprender el
bien.
Montaigne,
en “De la formación de los niños” (Ensayos,
I, 26), cita la fórmula de Horacio que Kant convertirá en lema de Ilustración “Sapere aude, incipe”, atrévete a saber,
empieza, atrévete a ser sabios,
parafraseamos. ¿Por qué esperar más? ¿Por qué aplazar la felicidad?
Nunca
es demasiado pronto ni demasiado tarde para filosofar, decía Epicuro, pues
nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para ser feliz. Por esa razón,
empecemos pronto a vivir bien. A ser felices aquí y ahora, pasado se dejó
atrás, no hay futuro fuera del presente.
Los
filósofos discrepan en muchas ideas y en las respuestas a sus preguntas. Pero
en lo que sí están de acuerdo, al menos la mayoría, es en que la sabiduría se
reconoce en cierta serenidad de espíritu, en una paz interior independiente de
la circunstancia, en una inteligencia que razona con claridad. Inteligencia
necesitada de bondad.
Es
que hay tanta inteligencia en las ciencias, en las tecnologías, en los
conocimientos, en los negocios, en las construcciones del mundo, pero esa
inteligencia tan fácilmente se malogra y se pervierte en multitud de
injusticias y crueldades. La inteligencia sola no basta. Le falta la bondad que
la ilumina, la guía.
¿Qué
es la sabiduría?
Es
el máximo de felicidad posible, el máximo de lucidez posible, es la vida buena,
como decían los griegos, responsable y digna.
Es
la vida amorosa en Jesús, la compasiva del Buda.
El
sabio no ama más la vida porque sea más feliz que nosotros. Es más feliz porque
la ama.