Al describir o explicar una percepción,
pensamiento, sentimiento o experiencias de la vida, usamos a veces tres ideas
que en la antigua filosofía griega eran importantes. En Heráclito y Parménides
eran centro de su metafísica. Sócrates dialogó con ellas. Platón les llamó
Ideas. Aristóteles las clasificó, entre otras, en la primera categorización filosófica.
De entonces a nuestro tiempo, las ciencias, las artes, los saberes culturales, las
prácticas sociales, en algún sentido, general o particular, se ocupan de la verdad, la realidad y el bien.
¿Me amas de verdad? ¿Haré bien en ir? ¿Qué
pasó en realidad? Preguntas no indiferentes. Nos condicionan o determinan a
empezar, continuar, terminar o cambiar un trayecto de vida. Tarde o temprano,
la verdad, la realidad y el bien nos llaman, solicitan, queramos o no, se
impone pensar la verdad, la realidad y el bien en nuestra trama existencial.
Filosofar es un arte de preguntarlo todo. Si
respondemos, conviene colocar entre paréntesis las respuestas, a seguir la
aventura por dónde nos lleva la búsqueda de la verdad, la realidad y el bien,
en una acción, una decisión, una posibilidad, una manera de ser y estar en la
vida.
Filosofar la educación es preguntar sobre
el ser humano, el conocimiento, vivir y morir, el sufrimiento y la felicidad, el
amor y el odio, la sexualidad, el tiempo, la libertad, la justicia, la
esclavitud, la paz, poder y autoridad, premios y castigos, culpa y perdón, la
conciencia, mitos y religiones, la trascendencia espiritual, todo lo imaginable
en el ser y estar en el mundo… nada escapa a la curiosidad filosófica en pensar
la educación que merece el humano.
Imposible educar sin una noción del ser
humano, el mundo, la realidad, la verdad y el bien.
Al filosofar la educación te habitúas a pensar
con preguntas y respuestas. Preguntar es la acción por excelencia de la inteligencia
humana; espontánea en la infancia por el ansia de conocer, así Aristóteles
caracterizó al humano, un ser que por naturaleza busca conocer.
El hábito de preguntar debería estimularse
y cultivarse en la familia y la escuela. Lástima que se inhiba por temores a
las preguntas sencillas del niño que incomodan al adulto al no saber dar
respuestas, al tener miedo a no saber.
Sócrates preguntó para comprender la
verdad, la realidad y el bien. Aristóteles aconsejaba al hijo Nicómaco que si
tiene un problema debía hacer estas preguntas: ¿en qué consiste el problema?,
¿qué podría hacer?, ¿a quién podría consultar?, ¿cómo otras personas sabias lo
han resuelto?, ¿cuál es la verdad de la situación?, ¿pudiera estar imaginando
algo irreal?
En ocasiones, la vida depende de qué preguntas
hacemos. Lo que yo pregunto me ayuda a saber qué quiero, en qué situación me
encuentro, qué opciones tengo, qué hacer. Lo que descubro depende de lo que
busco. La intensidad y profundidad de mis preguntas reflejan mi conciencia
reflexiva. Y las respuestas abren o cierran el camino de las búsquedas.
Lo real, lo bueno y lo verdadero no hablan por
sí. Pero responden, cuando interrogamos. Se llama pregunta al acto cognitivo
que solicita a lo real, al bien y lo verdadero que nos hablen, que digan lo que
necesitamos, que nos comuniquen lo que buscamos, que revelen lo oculto, a
des-cubrir lo que está cubierto. Preguntar es hablar para hacer hablar. Preguntar
es lanzar interrogantes buscando el sentido de algo, por lo cual, ese sentido, rebota sobre su llamada.
Hasta donde sabemos, preguntar es actitud
propiamente humana, que los animales ignoran, aunque están dotados de lenguaje,
pero no lenguaje apto para el diálogo, el libre acto cognitivo de preguntas y
respuestas. En la mitología griega y romana los dioses envidian la capacidad
del humano para preguntar. A fuerza de conocer todas las respuestas, a los
dioses no les queda ya más que un gran embotamiento, una enorme falta de
curiosidad, un gran hastío. El Olimpo no es lo que se cree. El sentido ya no rebota,
eso es todo, y los dioses se aburren. Por eso han creado a los hombres, para
distraerse mirándoles plantear preguntas.
En muchas relaciones educativas ocurre al
revés: maestros que se endiosan desde su olimpo de poder magisterial para
embotar a estudiantes no de preguntas, sino de respuestas. Es una manera de
distraer la atención, de aburrir la mente y de inhibir la capacidad intelectual
de buscar verdad, bien, realidad. Adultos gustan obligar a niños y jóvenes a
memorizar y recitar respuestas a preguntas que no han hecho, no entienden, no
interesan, a preguntas impertinentes, sin relevancia a sus vidas diarias, sus
necesidades, sus etapas de desarrollo.
No temas preguntar sin encontrar respuestas.
Pero cautela con preguntar por preguntar,
eso es diletantismo de tertulia, arrogante, estéril. Ni busques la respuesta o dogma o doctrina o
ideología que te impide dudar, cuestionar, repensar, interpelar ¿por qué eso y
no otro?
Las respuestas importan, y mucho, pero son provisionales,
en espera de nuevas preguntas.
Entonces volvemos a preguntar de otro modo,
con otros matices, otras miradas que enfocan un aspecto no visto, o algo qua
antes vimos superficialmente, sin amplitud ni hondura. De nuevas preguntas nacen
intuiciones, imaginaciones, inventivas, creaciones.
Dejémonos sorprender por la curiosidad, con
mirada cristalina y desprejuiciada.
Recuperemos la frescura de preguntar.
A quien interese filosofar la educación,
preguntar es un alimento nutritivo de la inteligencia y la imaginación, tan
necesarias en este tiempo de mediocridad y estupidez generalizada. La
inteligencia anda desnutrida, la imaginación anoréxica.
Alimentemos el placer de las preguntas por
la realidad, la verdad, el bien, en la situación en que estemos, el contexto
que interese, la decisión que importe, la vida que valoremos.
¡Buen provecho! ¡Salud!
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