Wednesday, May 25, 2016

Preguntar


En alguna parte el filósofo británico Bertrand Russell cuenta la ejemplar historia de aquel sabio hindú que dio en Londres una charla para neófitos sobre sus ideas cosmológicas. “El mundo -informó al devoto auditorio- se sostiene sobre el lomo de un inmenso elefante y éste apoya sus patas sobre el caparazón de una gigantesca tortuga”. Una señora pidió la palabra: “¿Y cómo se sostiene la tortuga?”. “Gracias a la enorme araña que le sirve de pedestal”, fue la amable respuesta. Insistió la dama: “¿Y la araña?” El sabio, imperturbable, repuso que se mantenía sobre una roca ciclópea. La oyente no se dio por satisfecha. “¿Y la roca?” Ya impaciente, el gurú la despachó diciendo: “Señora, le aseguro que hay rocas hasta abajo”.

Si en aquella sala de conferencia había alguien que mereciese ser llamado “filósofo” no era sin duda el charlista, que más bien era charlatán, sino su inquisidora. Porque el papel filosófico se compone de muchas más preguntas que respuestas. Y desde luego, excluye la posibilidad de señalar un punto doctrinal más allá del cual ya no cabe preguntar nada. Ningún filósofo tiene derecho a establecer de una vez por todas que “el resto es silencio” y, si lo hace, cualquier señora o señor de su público tendrá mucha razón en preguntarle: “¿Y después?”

Sin embargo, todo filósofo (o cualquiera de nosotros cuando hacemos de filósofos) decide que ha tocado tierra en algún momento: que estamos en el fondo y que ya todo son rocas “hasta abajo”, diría el gurú. Las preguntas asfixian; cuando se prolongan demasiado, falta el aire de certidumbres provisionalmente incuestionadas que permite la vida humana: quien pregunta bucea profundizando más y más, conteniendo la respiración, hasta que su instinto vital le dice que debe regresar a la superficie para respirar o estallarán los pulmones de su pensamiento; entonces vuelve a salir a flote y proclama que ha tocado fondo, pero no es verdad; es que ya no podía más. “¿Por qué murió abuelita?” pregunta la niña desconsolada. “Estaba viejita y enferma” dice la mamá confortándola. “¿Por qué estaba viejita y enferma?” “Porque uno se pone viejo y se enferma” apura la mamá. “¿Te mueres también mami?” clama la hija asustada. La mamá ya tocó fondo y recurre a la respuesta salvadora: “Dios nos llama para irnos con Él”. “¿Por qué Dios se llevó a mi abuelita?” Lectora, lector, ¿qué decir a esa niña (filósofa)? 

Puede fallar el instinto filosófico, como a la mamá, y sufrir intoxicación de las profundidades, que consiste en seguir bajando y bajando, hasta perderse. O hasta que los demás pierden contacto con ellos, como a los que preguntan en profundidad, y reciben sentencias doctrinales de quienes se creen autorizados de salvarnos. ¿De qué? De seguir preguntando más abajo.

Pero no juzguemos severos a los que se hunden. Después de todo el fondo siempre está fuera de nuestro alcance porque es nuestra pesquisa la que lo crea y también lo aleja, como la línea del horizonte. Y de lo que se trata es de pensar para vivir, de preguntar para ampliar el saber, de aguantar respiración para ensanchar los pulmones, de bucear para después respirar mejor a través de la porción de abismo explorada con preguntas.

Cuando yo era pequeño, mi padre me regaló mi primera enciclopedia, la única inolvidable: se llamaba El tesoro de la juventud. Cada uno de sus volúmenes estaba formado por diferentes “libros” (niños del futuro no sabrán qué es eso): el libro de las narraciones extraordinarias, el libro de los hechos heroicos, el libro de la naturaleza, el libro de las grandes exploraciones, el libro de los inventos maravillosos, el libro de la ciencia, el libro de la literatura universal, el libro de los chistes, el libro de máximas de sabiduría… Y cada una de esas secciones, estupendamente ilustradas, un verdadero placer sensorial, y auténtica joya estética, brindaba las más elocuentes lecciones de cosas diversas, contaba cuentos o describía paisajes. Una de mis favoritas se titulaba “el libro de los ¿por qué?” y respondía a multitud de inquietudes del pensar científico y racional: por qué hierve al agua, por qué flotan los barcos, por qué los gatos ven en la oscuridad, por qué caen los objetos, por qué hay cuatro coordenadas en las brújulas, por qué medir el tiempo, etc. Apenas recuerdo respuestas de ese fabuloso cuestionario y las que se me vienen a la cabeza quizá las aprendí luego en estudios menos gratos. Pero lo que no se me borra de la memoria es la satisfacción que me producían las preguntas en sí y su ansia para pensarlas. ¡Ah, el placer de preguntar, de preguntar no para saber sino para saber que se puede preguntar y preguntar!

Preguntar filosóficamente es preguntar para interpelar a quienes se creen saber o que quieren que aceptemos que saben. Lo que no implica que nosotros, los preguntones, sepamos más que él o ella. La disposición a preguntar para librarse de la red de certidumbres establecidas pero sin la prisa de sustituirlas por otras, es propia de Sócrates en los primeros diálogos platónicos; luego, por su falla o de Platón, se va haciendo cada vez más asertivo, más informativo.

A veces uno pregunta para podar la frondosidad de creencias vigentes, de su aparentemente infrangible dictadura. Los dogmas no son concluyentes sino ocluyentes: taponan el libre juego de nuestra razón. No hay dogma cuando alguien dice “ésta es mi roca de fondo, ya no me haré más preguntas”, sino cuando se pretende públicamente imponer que algo es la roca de fondo y ya no está permitido hacer más preguntas.

Entonces urge hacer las preguntas, porque la certeza incuestionable decretada por la autoridad y a la que no hemos llegado por propio esfuerzo como a la playa por el nadador exhausto, es más asfixiante que la serie asfixiante de dudas.

En cuanto el gurú ahueca la voz para dar por sentado que el mundo cabalga sobre un elefante o Dios creó el mundo en seis días, o un señor abrió de par en par un océano, el niño impertinente, la señora puntillosa y el filósofo preguntan a coro: Hellooo! ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cómo lo sabe?




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