En alguna parte el filósofo británico Bertrand Russell
cuenta la ejemplar historia de aquel sabio hindú que dio en Londres una charla
para neófitos sobre sus ideas cosmológicas. “El mundo -informó al devoto
auditorio- se sostiene sobre el lomo de un inmenso elefante y éste apoya sus
patas sobre el caparazón de una gigantesca tortuga”. Una señora pidió la
palabra: “¿Y cómo se sostiene la tortuga?”. “Gracias a la enorme araña que le
sirve de pedestal”, fue la amable respuesta. Insistió la dama: “¿Y la araña?”
El sabio, imperturbable, repuso que se mantenía sobre una roca ciclópea. La
oyente no se dio por satisfecha. “¿Y la roca?” Ya impaciente, el gurú la
despachó diciendo: “Señora, le aseguro que hay rocas hasta abajo”.
Si en aquella sala de conferencia había alguien que
mereciese ser llamado “filósofo” no era sin duda el charlista, que más bien era
charlatán, sino su inquisidora. Porque el papel filosófico se compone de muchas
más preguntas que respuestas. Y desde luego, excluye la posibilidad de señalar
un punto doctrinal más allá del cual ya no cabe preguntar nada. Ningún filósofo
tiene derecho a establecer de una vez por todas que “el resto es silencio” y,
si lo hace, cualquier señora o señor de su público tendrá mucha razón en
preguntarle: “¿Y después?”
Sin embargo, todo filósofo (o cualquiera de nosotros
cuando hacemos de filósofos) decide que ha tocado tierra en algún momento: que
estamos en el fondo y que ya todo son rocas “hasta abajo”, diría el gurú. Las
preguntas asfixian; cuando se prolongan demasiado, falta el aire de
certidumbres provisionalmente incuestionadas que permite la vida humana: quien
pregunta bucea profundizando más y más, conteniendo la respiración, hasta que
su instinto vital le dice que debe regresar a la superficie para respirar o
estallarán los pulmones de su pensamiento; entonces vuelve a salir a flote y
proclama que ha tocado fondo, pero no es verdad; es que ya no podía más. “¿Por qué murió abuelita?” pregunta la niña
desconsolada. “Estaba viejita y enferma” dice la mamá confortándola. “¿Por qué
estaba viejita y enferma?” “Porque uno se pone viejo y se enferma” apura la
mamá. “¿Te mueres también mami?” clama la hija asustada. La mamá ya tocó fondo
y recurre a la respuesta salvadora: “Dios nos llama para irnos con Él”. “¿Por
qué Dios se llevó a mi abuelita?” Lectora, lector, ¿qué decir a esa niña
(filósofa)?
Puede fallar el instinto filosófico, como a la mamá, y
sufrir intoxicación de las profundidades, que consiste en seguir bajando y
bajando, hasta perderse. O hasta que los demás pierden contacto con ellos, como
a los que preguntan en profundidad, y reciben sentencias doctrinales de quienes
se creen autorizados de salvarnos. ¿De qué? De seguir preguntando más abajo.
Pero no juzguemos severos a los que se hunden. Después
de todo el fondo siempre está fuera de nuestro alcance porque es nuestra
pesquisa la que lo crea y también lo aleja, como la línea del horizonte. Y de
lo que se trata es de pensar para vivir, de preguntar para ampliar el saber, de
aguantar respiración para ensanchar los pulmones, de bucear para después
respirar mejor a través de la porción de abismo explorada con preguntas.
Cuando yo era pequeño, mi padre me regaló mi primera
enciclopedia, la única inolvidable: se llamaba El tesoro de la juventud. Cada uno de sus volúmenes estaba formado
por diferentes “libros” (niños del futuro no sabrán qué es eso): el libro de
las narraciones extraordinarias, el libro de los hechos heroicos, el libro de
la naturaleza, el libro de las grandes exploraciones, el libro de los inventos
maravillosos, el libro de la ciencia, el libro de la literatura universal, el
libro de los chistes, el libro de máximas de sabiduría… Y cada una de esas
secciones, estupendamente ilustradas, un verdadero placer sensorial, y
auténtica joya estética, brindaba las más elocuentes lecciones de cosas
diversas, contaba cuentos o describía paisajes. Una de mis favoritas se
titulaba “el libro de los ¿por qué?” y respondía a multitud de inquietudes del
pensar científico y racional: por qué hierve al agua, por qué flotan los
barcos, por qué los gatos ven en la oscuridad, por qué caen los objetos, por
qué hay cuatro coordenadas en las brújulas, por qué medir el tiempo, etc.
Apenas recuerdo respuestas de ese fabuloso cuestionario y las que se me vienen
a la cabeza quizá las aprendí luego en estudios menos gratos. Pero lo que no se
me borra de la memoria es la satisfacción
que me producían las preguntas en sí y su ansia para pensarlas. ¡Ah, el
placer de preguntar, de preguntar no para saber sino para saber que se puede
preguntar y preguntar!
Preguntar filosóficamente es preguntar para interpelar
a quienes se creen saber o que quieren que aceptemos que saben. Lo que no
implica que nosotros, los preguntones, sepamos más que él o ella. La
disposición a preguntar para librarse de la red de certidumbres establecidas
pero sin la prisa de sustituirlas por otras, es propia de Sócrates en los
primeros diálogos platónicos; luego, por su falla o de Platón, se va haciendo
cada vez más asertivo, más informativo.
A veces uno pregunta para podar la frondosidad de
creencias vigentes, de su aparentemente infrangible dictadura. Los dogmas no
son concluyentes sino ocluyentes:
taponan el libre juego de nuestra razón. No hay dogma cuando alguien dice “ésta
es mi roca de fondo, ya no me haré más preguntas”, sino cuando se pretende
públicamente imponer que algo es la roca de fondo y ya no está permitido hacer más preguntas.
Entonces urge hacer las preguntas, porque la certeza
incuestionable decretada por la autoridad y a la que no hemos llegado por
propio esfuerzo como a la playa por el nadador exhausto, es más asfixiante que
la serie asfixiante de dudas.
En cuanto el gurú ahueca la voz para dar por sentado
que el mundo cabalga sobre un elefante o Dios creó el mundo en seis días, o un
señor abrió de par en par un océano, el niño impertinente, la señora puntillosa
y el filósofo preguntan a coro: Hellooo! ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cómo lo sabe?
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