Érase una vez un hombre tan sumamente distraído, que cuando
se levantaba por las mañanas tardaba tanto tiempo en encontrar su ropa, que por
las noches casi no se atrevía a acostarse, sólo de pensar en lo que le pasaría
al despertar.
Una noche tomó papel y
lápiz y, a medida que se desvestía, anotaba el nombre de cada prenda y el lugar
exacto en que la había dejado.
A la mañana siguiente
sacó el papel y leyó: “calzoncillo”. Allí estaba exacto donde anotado.
“Camisa”. Ahí colgada en el lugar preciso. Se la pone. “Pantalón”. En el
perchero a la vista, justo dónde lo escribió. Se lo pone. “Calcetines”. “Zapatos”.
Ya dispuestos a ponerse, colocados al lado de la cama. “Gorro”. En el
escritorio, tal y como lo anotó anoche. Contento de poder recordar, se vistió de
pies a cabeza.
Estaba verdaderamente
encantando nuestro hombre cuando de repente le asaltó un horrible pensamiento:
“Y yo… ¿dónde estoy yo?”
Había olvidado
anotarlo.
Se puso a buscar y
buscar frenéticamente, pero en vano.
No pudo encontrarse a
sí mismo.
No encontrase a sí
mismo: he ahí el padecer de la condición humana.
Hasta que nos miramos
al espejo para decirnos: mira, merece la pena verte de nuevo. Ver tras el
rostro que miro reflejado en el espejo.
¿Ese rostro soy yo?
¿Quién es el que se ve mirando?
Espejos multiplican
al infinito los reflejos del rostro que se mira desde afuera.
Quizá convenga soltar
rostros y abandonar espejos. Y verse de nuevo adentro.
Entonces, quizá, el
encuentro consigo sea lo único que valga buscar y recordar.
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