Dos modos de estudiar filosofía
Estudiamos filosofía para pensar y
disfrutar pensar, porque estudiar filosofía aburridos y disgustados es una
estupidez. La tarea de la filosofía según Nietzsche: “perjudicar a la necedad” (La Gaya Ciencia, páragrafo 328). Admirable
sentencia. En contra de lo que dicen las malas lenguas, la actividad de pensar,
como bailar, cantar o jugar baloncesto, es en sí misma placentera. El primer
día de clases anuncio categóricamente: “a quien no le guste pensar que se apee
del curso”. Nos ha invadido una epidemia de desidia del pensamiento, de igual
manera que nos aqueja una epidemia de pereza física. Ambas producen un tipo de
obesidad, pesadez y atasco, un exceso de grasa intelectual o corporal. Estamos
contaminados con el virus de la necedad que hace estragos en política,
economía, religión, educación, en las relaciones interpersonales, donde más se
necesita sapiencia. La filosofía perjudica la necedad de no pensar. El necio o estúpido
es un peligro a la humanidad. La estupidez es una enfermedad contra la que debemos
vacunarnos. En el plano personal produce desdicha y en el plano social
injusticia, otro tipo de desdicha colectiva. En mi mundo perfecto se inyectaría
una vacuna filosófica al cerebro del recién nacido al salir del útero o la probeta.
Entre otros, distingamos dos modos de
estudiar filosofía: uno, concebir la filosofía desde “afuera”, y dos, desde
“adentro”. La filosofía vista desde afuera es un corpus de conocimientos “localizado”
en textos, autores, escuelas o sistemas. Pudiera aparecer lejana, distante, de
conocimientos compactos y cerrados. La filosofía así estudiada se
desnaturaliza, pierde el dinamismo de filosofar como acto vivo, se convierte en
mera transmisión de información enlatada. Es comprensible que muchos estudiantes
al “enfrentar” un curso de filosofía se aburran con desinterés ante el abuso de
términos complicados de pronunciar, ataraxia,
noúmeno, eidética, fenomenología; o cuestiones que parecen carentes de
interés o ridículas, ¿por qué hay algo más bien que nada?, cuestión de Leibniz
(1646-1716), reactivada por Heidegger (1889-1976) pensadores alemanes; o cuando
se añade al inconveniente del lenguaje y asuntos raros, las preguntas
extravagantes ¿cómo son posible los juicios sintéticos a priori?, cuestión que
plantea Kant (1724-1804) en su libro más importante, Crítica de la razón pura, 1781. Por último, el estudiante se hastía
de ver cómo lo docentes privilegian las preguntas sin preocuparse de aportar
respuestas. No es que filosofía sea una terapia rumbo a la felicidad (aunque
importantes filósofos así lo piensan), pero tarde o temprano al ser humano le
conviene preguntar y responder sobre aspectos de la vida que la filosofía
tienen mucho que decir.
Es cierto que la filosofía usa lenguaje técnico.
El vocabulario técnico es indispensable en la mayoría de los trabajos. Se
concede sin problemas al médico y al mecánico que pueden hablar, uno de una
arteriola, y otro de un balancín, sin suscitarles reproches. El lenguaje
especializado se aprende, no se nace con él. Aprender filosofía (y mecánica
diesel) exige aprender palabras especializadas para pensar más eficazmente.
Cuanto más rico y amplio sea nuestro vocabulario, más profundo -y tolerantes- serán
los pensamientos. Aunque no todos queremos ser médicos o mecánicos, sí debiéramos
saber del existir, de las razones de vivir, del sentido de lo que nos pasa, de
las decisiones existenciales, pues más tarde o más temprano al humano le
convendría poseer experticia en el oficio o arte de vivir. Es una pena que la
filosofía tenga tan mala fama y no se estudie en el programa escolar o
universitario como la asignatura “obligada” del conocimiento más nutritivo y
apetecible del menú curricular.
La ironía es que los grandes filósofos no
tuvieron interés en crear sistemas, escuelas ni doctrinas. Eso lo hicieron sus
discípulos rígidos al intentar y lograr vulgarizar las ideas creativas y
dinámicas de su maestro. Aristóteles no
propuso aristotelismo, ni Kant neokantismo, tampoco Marx el marxismo. Cabe
preguntarse si Buda intentó petrificar el budismo o Jesús fundar el
cristianismo.
El segundo modo, más fructífero y de
mayor vitalidad, entiende la filosofía como un pensar abierto, dinámico, pertinente
a la experiencia cotidiana. Estudiar filosofía se manifiesta en curiosidad y asombro, proponer preguntas y
formular problemas, provocar y cuestionar, evocar ideas, incitar
interpretaciones, dar respuestas provisionales y mejorar preguntas, responder
de nuevo… El nervio vital de este filosofar consiste en pensar y disfrutar
pensar aun en las perplejidades e incertidumbres de la vida. En el primer modo
se enseña la filosofía con mapas preestablecidos de escritos de filósofos y
escuelas filosóficas. Igual que un mapa turístico, el camino está hecho, otros
lo han recorrido; el docente es el guía que enseña al estudiante ir del punto A
al B siguiendo una ruta mil veces enseñada en su curso. Este método tiene
indudables ventajas, pues no se parte de 0 en la historia de las ideas. El
estudiante debe saber que se ha pensado con seriedad antes de él o ella nacer, pero
es un pensar de otros. En el segundo
camino la filosofía (sustantivo) se convierte en filosofar (verbo), la acción
mental de explorar por uno mismo desde las experiencias que narran la vida
cotidiana; se filosofa con la propia voz, claro está, tomando en cuenta las otras
voces filosóficas que nos acompañan en el caminar. En el primer camino el
conocimiento es un producto acabado, “ya hecho”; en el segundo el conocimiento
se recrea “haciéndose” sobre la marcha. La docencia en uno es dirigida y segura
de sí con itinerario fijo; la docencia en otro es más arriesgada, exige
improvisación creativa en un caminar de aventura exploratoria. El ejemplo más
antiguo y más significativo de este filosofar es el diálogo socrático. Sócrates
quiere romper el hielo de conocimientos rígidos, congelados, y para ello,
formula preguntas hasta que su interlocutor pierde la seguridad superficial de
sus opiniones y cae en la situación paradojal de “saber que no sabe”. Al llegar
a esta situación, empieza a cuestionar lo que pensaba verdadero, y se dispone a
investigar otros conocimientos que puedan llevarlo a superar la paradoja. Pero
este proceso no termina con la solución del conflicto original. Sócrates solía
invitar al grupo, con el cual dialogaba, a continuar al día siguiente: “mañana
nos vamos a encontrar de nuevo y continuaremos nuestra conversación”.
El valor de la filosofía está en su
propia incertidumbre y apertura. A quien viva aprisionado de sus prejuicios, opiniones
no cuestionadas, filosofar pudiera ser un desafío molestoso, pero liberador. A
quien vea el mundo definido y obvio, cuyos objetos y situaciones cotidianas no
generan preguntas ni problemas, la filosofía podría darle aliciente a ver
nuevas posibilidades. La pertinencia del filosofar está en remover telarañas de
quién no ha viajado a las regiones de la duda liberadora, ese viaje
exploratorio que mantiene vivo nuestro asombro al mostrarnos un aspecto
desconocido de las cosas que creíamos familiares y conocidas.
Este segundo modo entiende las ideas
filosóficas como puntos de partida para comprender la vida concreta cotidiana.
Si los conceptos de verdad, realidad, bien, libertad, justicia, teoría,
justificación, conocer, apariencia,
identidad, maldad, sufrir, felicidad, amar, y tantos, no se arraigan en la vida
personal, interpersonal y social, ¿para qué estudiar eso? La crisis del mundo, de
nuestras relaciones a punto de naufragar, del mundo violento, de la humanidad
depredadora, las crisis obligan a pensar. Si no ¿para qué pensar? Si creemos
que nos va bien en la vida y estamos instalados en la comodidad hasta de lo
incómodo, ¿para qué pensarla? Pero si nos va mal y estamos descontentos con
genuinos deseos de cambiar, podemos pensar ¿por qué esto, tiene que ser así, qué
podemos hacer? La crisis produce reflexión. Cuando el pensar se vuelca sobre los
grandes temas de la vida, cuando nuestros sentimientos y pensamientos interrogan
el bien, la justicia, la libertad, la paz, sin desalentarse ante las perplejidades,
ni descorazonarse ante ambigüedades, la filosofía tiene su palabra. Dejémosla
hablar en nuestras vidas.
Pedro Subirats Camaraza
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