Educar supone acciones conscientes,
deliberadas, tendientes a fines educativos de acuerdo a ideas del ser humano y
el mundo. La pregunta ¿por qué educar?, la filosofía educativa la piensa en qué
significa esa pregunta; repasa respuestas históricas que se han dado a través
del tiempo y las culturas; hace crítica de esas respuestas; propone mejores
alternativas; etc.
A veces preguntar por qué hacemos algo,
no tiene respuesta más allá de la pregunta, en una razón fuera de ella. ¿Por qué te enamoraste? A la respuesta “me
enamoré porque sí, porque me enamoré”, basta con eso, ¿qué más? nada más, amar
en sí es razón necesaria y suficiente para enamorarme. Sir Hillary Scott y
Tenzing Norgay, el sherpa de Nepal, fueron los primeros en escalar la cima del
Monte Everest (1953). Cuando le preguntaron a Sir Hillary por qué lo hizo,
respondió con su laconismo de Nueva Zelandia, “porque está ahí”.
Si pensamos los esfuerzos, el tiempo, los
recursos y las esperanzas puestas en educar al ser humano, desde la niñez, a la
pregunta ¿por qué educar? es insuficiente decir “porque los niños están ahí”. Ciertamente
es verdad niños y jóvenes “están ahí” en sus hogares y calles, y las familias
no pueden (o no quieren) atender su educación; ese es un problema histórico,
sociológico y económico de la escuela como institución de cuido para alejarlos
de las calles y para remediar, si puede, la irresponsabilidad familiar en
educar la prole. Pero no me meto en ese lío.
Además de escolarizar para el cuido de niños y jóvenes, y alejarlos de las
calles, también la escuela debería educar.
Preguntemos otra vez ¿por qué educar? Estamos en la región de los fines
educativos. La palabra “fin” tiene dos significados: término y finalidad. Cuando
la pantalla del cine lee “fin”, se acabó la película, es fin como término.
También el fin es razón de ir al cine, comer pop corn, reír, llorar, seducir a
la pareja, en este caso el fin se entiende como finalidad. Usaré en ese sentido
el vocablo fin como finalidad para sugerir tres fines educativos razonables
para educar: inteligencia, bondad y felicidad[1].
Inteligencia.
Inteligencia, del latín intelligens,
significa “el que entiende”, intus y legere, “leer dentro”. El inteligente lee los “signos vitales” de
la existencia para lidiar efectivamente con la realidad. El inteligente es culto,
en sentido del que interesa por conocer qué se ha dicho y hecho en el mundo. El
inculto ignora y no le interesa cómo y por qué la humanidad lucha por miles de
años para aprender a vivir como seres civilizados, no salvajes. El ser humano
es animal cultural que humaniza su entorno. La cultura es el producto del genio
humano: la matriz psicosocial del sentido de pertenencia a una colectividad,
interpretaciones de vivir, representación del pasado, proyecto futuro, instituciones
sociales, creaciones de saberes, lenguajes, tecnologías, costumbres y creencias,
modos de producir e intercambiar bienes, formas de celebrar que le revelen su
alma y valores supremos. La persona culta conoce y aprecia la civilización.
La inteligencia cultiva la cultura,
por ejemplo se es culto cuando se sabe no todo vale igual. Un drama de
Shakespeare es superior a una novela de un escritor mediocre, y es superior por
su carácter paradigmático, por la manera de tratar un problema perenne.
Educar la inteligencia es alentar la
curiosidad natural de ver en el interior de las cosas y descubrir realidades
más profundas que no aparecen a simple vista. La persona inteligente cultiva el hábito de preguntarse por qué las cosas son
como son, y si no podrían ser de otra manera; por qué hacemos esto y si
podríamos hacerlo mejor, diferente. La inteligencia ve lo que es en potencia,
en espera a ser creado, inventado, imaginado. La inteligencia aprovecha la experiencia,
conocimientos, información, habilidades, para pensar correctamente y actuar
eficazmente. Inteligencia conduce la vida, ayuda a saber qué queremos, cuál
es la prioridad a enfocar, qué acciones y actitudes son las que ayudan a lograr
lo que quiero, lo que necesito, lo que me interesa.
Bondad. De nada o poco vale
educar seres inteligentes sin una orientación al bien. Grandes aspiraciones en
la historia (justicia, libertad, derechos, paz, solidaridad) no son fáciles de
realizar, piden una inteligencia iluminada por la buena voluntad. Las grandes
aspiraciones requieren ordenamiento social, político, jurídico, económico, educativo,
cultural, y ello en última instancia, depende de buena voluntad de quien
privilegia el bien común por encima de intereses particulares.
La bondad es la virtud
que ilumina la inteligencia. Una inteligencia sin bondad, deviene en egoísmo,
se pervierte, manipula, usa a otros para intereses propios. La persona
inteligente con poder (político, económico, religioso, militar) es peligrosa,
perversa, el poder en verdad corrompe al girar en torno al ego propio
(ego-ismo).
No se educa la bondad
con leyes, marchas, ni discursos. No se educa exhortando a la gente a ser
“buenas”. Se educa la bondad en un clima de relaciones interpersonales empapado
de afecto, calidez, alegría. Me gusta el término empapar, que en sentido figurado significa penetrar en el ánimo. Ayuda
entender que la bondad se impregna de actos cotidianos. La bondad no se
explica, se practica. No podemos demostrarla. No es un axioma matemático. No se
razona lógicamente. Lo único que podemos hacer es mostrarla. Mostrar es el significado
original de enseñar, el que enseña es “quien muestra”. No hay operación lógica
que nos haga concluir debemos actuar con desinterés y orientados al bien ajeno.
Al hablar de bondad nos referimos a una actitud con gran dosis de altruismo. Entonces
no hablamos de bondad, hablamos de un egoísmo utilitario, de la conveniencia de
tratar “bien” a otro para un provecho. Al no poder demostrar la bondad, lo que
podemos hacer es empapar nuestras rutinas cotidianas de simple bondad.
La bondad es
gratuita. No se compra ni se vende. No ataca, no se defiende. No pelea. No
“lucha” contra el “mal”. Es la misteriosa o enigmática lección de los estoicos,
del Buda, de Jesús. ¿Qué sentido tiene pelear contra la sombra? Basta con dar
luz. La oscuridad carece de realidad óntica. El bien simplemente es, como el
amor.
La bondad comprende
el sufrimiento del prójimo, siente sus latidos, le tiende la mano, se da a
cambio de nada, la compasión budista. No desea aplausos, no busca frutos de
acción, ni expectativas de recompensa. Gandhi, Dalai Lama, paradigmas modernos
de bondad desinteresada. El Buen Samaritano en el bello relato de Jesús: quien
ve y siente el sufrimiento del excluido, del abandonado, y de inmediato -sin
cálculo, sin analizar y cumplir códigos morales del judaísmo- sale de “sí” en
entrega espontánea a saciar su hambre, aliviar su dolor, acompañarle en su
soledad, simplemente ayudarle en el acto amoroso por excelencia. Bondad en su
pureza más simple, espontánea, inmediata, del buen corazón, es la lección del
Buen Samaritano. Es una ingenuidad dar
cursos de “ética” en escuelas y universidades pretendiendo que se aprende la
decencia, la bondad, la generosidad compasiva. Códigos, reglas, doctrinas,
dogmas, todo eso implica culpa, castigos, temor… el miedo no ama.
La bondad equilibra la inteligencia al rasgar el velo que el egoísmo interpone entre las personas y su posibilidad altruista. La bondad atiende con suficiente cuidado las situaciones para ver la vida a través de los ojos de la delicadeza, la consideración del otro, a quien vemos merecedor y digno del bien que queremos para uno mismo.
Vivimos tiempos en
que el guapetón, listo, el macho del ring, son héroes nacionales. Hoy ser bueno
tiene mala fama. Al niño que es bueno se le dice “pobrecito, tan bueno y tan pendejo”.
Al contrario. Ser bueno es un gran heroísmo de la inteligencia superior. Ser
bueno exige el más alto calibre de inteligencia: inteligencia bondadosa.
Decía Meister
Eckhart que el fuego unificado de dos llamas, inteligencia y bondad, crean el
tercer fuego vital, la felicidad.
Felicidad. Recordemos a Diógenes, el filósofo que vivía en la playa sin posesión. Desde allí aleccionaba a quienes querían escucharle. Su palabra corrió de boca en
boca hasta llegar a Alejandro Magno, el más poderoso del mundo, amante
de sabiduría, que quiso conocer a ese
personaje de quien había oído decir cosas muy extrañas. Y fue a su encuentro. Imaginemos la escena: una mañana
soleada en una playa, Alejandro llega con
toda su pompa, descabalga y deja las riendas de Bucéfalo a su criado.
Desde la solemnidad del poder indiscutible, se acerca a la sencillez del filósofo y dice: “Soy Alejandro Magno”. El otro responde: “Yo soy Diógenes”. Alejandro
queda tan admirado que él actúa como los
reyes buenos de los cuentos infantiles y le pregunta: “¿Qué puedo hacer por ti?”. Imagínate: un rey
decidido a hacer concesiones delante
de un pobre hombre sentado en la
playa sin nada. La respuesta de Diógenes, que ha pasado a la historia, fue ésta: “Retírate un poco, que me quitas la luz del sol”.
Este
cuento apócrifo nos muestra que la felicidad depende un poco de cada persona.
Lo importante es que todos tengan la posibilidad de optar, la oportunidad de
elegir, porque cuando se vive en la miseria y deshumanización, es muy difícil
pensar que “ser feliz” pueda ser alguna cosa que resolver las necesidades
elementales de sobrevivir. Lo que podemos pretender es que cada uno sea capaz de
plantearse qué puede hacer ahora y aquí para aliviarse del sufrimiento lo mejor
posible, no proyectar los propios problemas a los demás, y si posible, ayudar a
aliviar el sufrimiento ajeno, mantener viva su llama de generosidad y bondad. A
partir de ahí, optar y decidir, teniendo en cuenta un límite a nunca traspasar:
el oprobio del otro.
Más allá
de estas obviedades iniciales, es tan arriesgado como inútil intentar definir
qué es felicidad. Cada uno la trata como mejor le parece, de manera que
podemos encontrarnos con ideas opuestas, por ejemplo, la relación entre
felicidad y conocimiento. ¿Las personas que conocen más cosas tienen una vía
más directa hacía la felicidad? Si se da el caso de que alguien piensa que
verdad y felicidad están relacionadas, se acercan a la visión del poeta Dante
Alighieri, “la verdadera felicidad sólo se adquiere con la contemplación de la
verdad”. Por el contrario, si piensa que el conocer demasiado provoca un
exceso de preocupaciones, es probable que se sienta afín con otro gran poeta
italiano, Leopardi, cuando declara que “la felicidad estriba en la ignorancia
de la verdad”. ¿Ya ves? No hace falta que nos esforcemos mucho para encontrar
la buena definición porque, a la hora de cocinar este plato, cada uno pone los
ingredientes que más le complacen. En realidad nos encontramos especulando
sobre la felicidad porque somos mortales. Si supiéramos que nuestra estancia en
la tierra no tiene fecha de expiración, es probable que fuésemos tirando sin
plantearnos demasiado cómo vivir de manera satisfactoria dentro de este cuerpo
que nos sostiene sin caducidad. Pero la felicidad tiene que ver con el tiempo,
la finitud, y llegamos, por tanto, a la idea de un estado de ánimo, de un sentimiento
ligado a nuestra condición de seres inmersos en un contexto espacio-temporal,
que no se puede definir de manera exacta.
En educación, el fin no es planificar la felicidad. Es absurdo. Por
más cartas astrológicas que consultemos, por más hígados de res en plato de
porcelana para ritos mágicos, y por más curanderos que visitemos, la fórmula
del «serás feliz si haces lo que te digo» es errónea. La felicidad no es amiga
de las recetas. La felicidad es subproducto de dar sentido a la vida, de
potenciar los talentos y las virtudes para vivir
bien, con todo lo implicado en esa expresión, que no es “darse la buena
vida” sino darse la vida buena.
Nuestra sociedad enfoca de manera tan
exclusiva hacia el consumo, que parece que el único valor apetecible es vivir
instalados en la distracción permanente. Entonces, ser feliz es mantenerse
siempre joven; consumir más cosas. No extrañe que la pregunta sea: “¿lo has
pasado bien?”. No es saber si actuamos bien o con sentido de responsabilidad,
sino saber si nos hemos divertido. Confundimos el mundo con un parque de
diversiones. Esto lleva a que los niños y jóvenes claudiquen ante el deseo más
inmediato, que confundan la felicidad con el hecho de conseguir ahora sus
caprichos y antojos. Lo que ha de hacer la educación en la escuela respecto a lo
importante es a-traer, no dis-traer.
La felicidad es amiga de paciencia,
autodominio, serenidad. Actitudes que no se explican ni exhortan con discursos.
Se han de vivir en la vida cotidiana. La vida está hecha de pequeñas y grandes
renuncias, y la educación debe dar sentido a las renuncias de hoy para
conseguir mejores valores mañana. El esfuerzo no se hace para ganarse el
caramelo que nos ponen delante de la nariz. El esfuerzo del presente es proceso
de dar a luz el “embrión espiritual” que somos, decía Montessori, en una de sus
profundas intuiciones. No promulgada en leyes, no currículos, la educación
podría empaparse de inteligencia, bondad y felicidad.
O para decirlo diáfanamente, de amor.
[1] Ver
los ensayos Inteligencia y bondad; Educación
y Felicidad, en que elaboramos estos temas con más amplitud.
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