Tuesday, July 26, 2016

Tres fines educativos: inteligencia, bondad, felicidad



Educar supone acciones conscientes, deliberadas, tendientes a fines educativos de acuerdo a ideas del ser humano y el mundo. La pregunta ¿por qué educar?, la filosofía educativa la piensa en qué significa esa pregunta; repasa respuestas históricas que se han dado a través del tiempo y las culturas; hace crítica de esas respuestas; propone mejores alternativas; etc.

A veces preguntar por qué hacemos algo, no tiene respuesta más allá de la pregunta, en una razón fuera de ella.  ¿Por qué te enamoraste? A la respuesta “me enamoré porque sí, porque me enamoré”, basta con eso, ¿qué más? nada más, amar en sí es razón necesaria y suficiente para enamorarme. Sir Hillary Scott y Tenzing Norgay, el sherpa de Nepal, fueron los primeros en escalar la cima del Monte Everest (1953). Cuando le preguntaron a Sir Hillary por qué lo hizo, respondió con su laconismo de Nueva Zelandia, “porque está ahí”.

Si pensamos los esfuerzos, el tiempo, los recursos y las esperanzas puestas en educar al ser humano, desde la niñez, a la pregunta ¿por qué educar? es insuficiente decir “porque los niños están ahí”. Ciertamente es verdad niños y jóvenes “están ahí” en sus hogares y calles, y las familias no pueden (o no quieren) atender su educación; ese es un problema histórico, sociológico y económico de la escuela como institución de cuido para alejarlos de las calles y para remediar, si puede, la irresponsabilidad familiar en educar la prole. Pero no me meto en ese lío.

Además de escolarizar para el cuido de niños y jóvenes, y alejarlos de las calles, también la escuela debería educar. Preguntemos otra vez ¿por qué educar? Estamos en la región de los fines educativos. La palabra “fin” tiene dos significados: término y finalidad. Cuando la pantalla del cine lee “fin”, se acabó la película, es fin como término. También el fin es razón de ir al cine, comer pop corn, reír, llorar, seducir a la pareja, en este caso el fin se entiende como finalidad. Usaré en ese sentido el vocablo fin como finalidad para sugerir tres fines educativos razonables para educar: inteligencia, bondad y felicidad[1]

Inteligencia. Inteligencia, del latín intelligens, significa “el que entiende”, intus y legere, “leer dentro”. El inteligente lee los “signos vitales” de la existencia para lidiar efectivamente con la realidad. El inteligente es culto, en sentido del que interesa por conocer qué se ha dicho y hecho en el mundo. El inculto ignora y no le interesa cómo y por qué la humanidad lucha por miles de años para aprender a vivir como seres civilizados, no salvajes. El ser humano es animal cultural que humaniza su entorno. La cultura es el producto del genio humano: la matriz psicosocial del sentido de pertenencia a una colectividad, interpretaciones de vivir, representación del pasado, proyecto futuro, instituciones sociales, creaciones de saberes, lenguajes, tecnologías, costumbres y creencias, modos de producir e intercambiar bienes, formas de celebrar que le revelen su alma y valores supremos. La persona culta conoce y aprecia la civilización.

La inteligencia cultiva la cultura, por ejemplo se es culto cuando se sabe no todo vale igual. Un drama de Shakespeare es superior a una novela de un escritor mediocre, y es superior por su carácter pa­radigmático, por la manera de tratar un problema perenne.

Educar la inteligencia es alentar la curiosidad natural de ver en el interior de las cosas y descubrir realidades más profundas que no aparecen a simple vista. La persona inteligente cultiva el hábito de preguntarse por qué las cosas son como son, y si no podrían ser de otra manera; por qué hacemos esto y si podríamos hacerlo mejor, diferente. La inteligencia ve lo que es en potencia, en espera a ser creado, inventado, imaginado. La inteligencia aprovecha la experiencia, conocimientos, información, habilidades, para pensar correctamente y actuar eficazmente. Inteligencia conduce la vida, ayuda a saber qué queremos, cuál es la prioridad a enfocar, qué acciones y actitudes son las que ayudan a lograr lo que quiero, lo que necesito, lo que me interesa.

Bondad. De nada o poco vale educar seres inteligentes sin una orientación al bien. Grandes aspiraciones en la historia (justicia, libertad, derechos, paz, solidaridad) no son fáciles de realizar, piden una inteligencia iluminada por la buena voluntad. Las grandes aspiraciones requieren ordenamiento social, político, jurídico, económico, educativo, cultural, y ello en última instancia, depende de buena voluntad de quien privilegia el bien común por encima de intereses particulares.

La bondad es la virtud que ilumina la inteligencia. Una inteligencia sin bondad, deviene en egoísmo, se pervierte, manipula, usa a otros para intereses propios. La persona inteligente con poder (político, económico, religioso, militar) es peligrosa, perversa, el poder en verdad corrompe al girar en torno al ego propio (ego-ismo).

No se educa la bondad con leyes, marchas, ni discursos. No se educa exhortando a la gente a ser “buenas”. Se educa la bondad en un clima de relaciones interpersonales empapado de afecto, calidez, alegría. Me gusta el término empapar, que en sentido figurado significa penetrar en el ánimo. Ayuda entender que la bondad se impregna de actos cotidianos. La bondad no se explica, se practica. No podemos demostrarla. No es un axioma matemático. No se razona lógicamente. Lo único que podemos hacer es mostrarla. Mostrar es el significado original de enseñar, el que enseña es “quien muestra”. No hay operación lógica que nos haga concluir debemos actuar con desinterés y orientados al bien ajeno. Al hablar de bondad nos referimos a una actitud con gran dosis de altruismo. Entonces no hablamos de bondad, hablamos de un egoísmo utilitario, de la conveniencia de tratar “bien” a otro para un provecho. Al no poder demostrar la bondad, lo que podemos hacer es empapar nuestras rutinas cotidianas de simple bondad.

La bondad es gratuita. No se compra ni se vende. No ataca, no se defiende. No pelea. No “lucha” contra el “mal”. Es la misteriosa o enigmática lección de los estoicos, del Buda, de Jesús. ¿Qué sentido tiene pelear contra la sombra? Basta con dar luz. La oscuridad carece de realidad óntica. El bien simplemente es, como el amor.

La bondad comprende el sufrimiento del prójimo, siente sus latidos, le tiende la mano, se da a cambio de nada, la compasión budista. No desea aplausos, no busca frutos de acción, ni expectativas de recompensa. Gandhi, Dalai Lama, paradigmas modernos de bondad desinteresada. El Buen Samaritano en el bello relato de Jesús: quien ve y siente el sufrimiento del excluido, del abandonado, y de inmediato -sin cálculo, sin analizar y cumplir códigos morales del judaísmo- sale de “sí” en entrega espontánea a saciar su hambre, aliviar su dolor, acompañarle en su soledad, simplemente ayudarle en el acto amoroso por excelencia. Bondad en su pureza más simple, espontánea, inmediata, del buen corazón, es la lección del Buen Samaritano.  Es una ingenuidad dar cursos de “ética” en escuelas y universidades pretendiendo que se aprende la decencia, la bondad, la generosidad compasiva. Códigos, reglas, doctrinas, dogmas, todo eso implica culpa, castigos, temor… el miedo no ama.

La bondad equilibra la inteligencia al rasgar el velo que el egoísmo interpone entre las personas y su posibilidad altruista. La bondad atiende con suficiente cuidado las situaciones para ver la vida a través de los ojos de la delicadeza, la consideración del otro, a quien vemos merecedor y digno del bien que queremos para uno mismo.

Vivimos tiempos en que el guapetón, listo, el macho del ring, son héroes nacionales. Hoy ser bueno tiene mala fama. Al niño que es bueno se le dice “pobrecito, tan bueno y tan pendejo”. Al contrario. Ser bueno es un gran heroísmo de la inteligencia superior. Ser bueno exige el más alto calibre de inteligencia: inteligencia bondadosa.
Decía Meister Eckhart que el fuego unificado de dos llamas, inteligencia y bondad, crean el tercer fuego vital, la felicidad.

Felicidad. Recordemos a Diógenes, el filósofo que vivía en la playa sin posesión. Desde allí aleccionaba a quienes querían escucharle. Su palabra corrió de boca en bo­ca hasta llegar a Alejandro Magno, el más poderoso del mundo, amante de sabiduría, que quiso conocer a ese personaje de quien había oído decir cosas muy extrañas. Y fue a su encuentro. Imaginemos la esce­na: una mañana soleada en una playa, Alejandro llega con toda su pompa, descabalga y deja las riendas de Bucéfalo a su criado. Desde la solem­nidad del poder indiscutible, se acerca a la sencillez del filósofo y dice: “Soy Alejandro Magno”. El otro responde: “Yo soy Diógenes”. Alejandro queda tan admirado que él actúa como los reyes buenos de los cuentos infantiles y le pregun­ta: “¿Qué puedo hacer por ti?”. Imagínate: un rey de­cidido a hacer concesiones delante de un pobre hombre sen­tado en la playa sin nada. La respuesta de Diógenes, que ha pasado a la historia, fue ésta: “Retírate un po­co, que me quitas la luz del sol”.

Este cuento apócrifo nos muestra que la felicidad depende un poco de cada persona. Lo importante es que todos tengan la posibilidad de optar, la oportunidad de elegir, porque cuando se vive en la miseria y deshumanización, es muy difícil pensar que “ser feliz” pueda ser alguna cosa que resolver las necesidades elementales de sobrevivir. Lo que podemos pretender es que cada uno sea capaz de plantearse qué puede hacer ahora y aquí para aliviarse del sufrimiento lo mejor posible, no proyectar los propios problemas a los demás, y si posible, ayudar a aliviar el sufrimiento ajeno, mantener viva su llama de generosidad y bondad. A partir de ahí, optar y decidir, teniendo en cuenta un límite a nunca traspasar: el oprobio del otro.

Más allá de estas obviedades iniciales, es tan arriesgado como inútil intentar definir qué es felicidad. Cada uno la trata como mejor le parece, de manera que podemos encontrarnos con ideas opuestas, por ejemplo, la relación entre felicidad y conocimiento. ¿Las personas que conocen más cosas tie­nen una vía más directa hacía la felicidad? Si se da el caso de que alguien piensa que verdad y felicidad están re­lacionadas, se acercan a la visión del poeta Dante Alighieri, “la verdadera felicidad sólo se adquiere con la contemplación de la verdad”. Por el contrario, si piensa que el conocer de­masiado provoca un exceso de preocupaciones, es pro­bable que se sienta afín con otro gran poeta italiano, Leopardi, cuando declara que “la felicidad estriba en la ignorancia de la verdad”. ¿Ya ves? No hace falta que nos esforcemos mucho para encontrar la buena definición porque, a la hora de co­cinar este plato, cada uno pone los ingredientes que más le complacen. En realidad nos encontramos especulando sobre la felicidad porque somos mortales. Si supiéramos que nuestra estancia en la tierra no tiene fecha de expiración, es pro­bable que fuésemos tirando sin plantearnos demasia­do cómo vivir de manera satisfactoria dentro de este cuerpo que nos sostiene sin caducidad. Pero la felicidad tiene que ver con el tiempo, la finitud, y llegamos, por tanto, a la idea de un estado de ánimo, de un sen­timiento ligado a nuestra condición de seres inmer­sos en un contexto espacio-temporal, que no se puede definir de manera exacta.

En educación, el fin no es planificar la felicidad. Es absurdo. Por más cartas astrológicas que consulte­mos, por más hígados de res en plato de porcelana para ritos mágicos, y por más curanderos que visitemos, la fórmula del «serás feliz si haces lo que te digo» es errónea. La felicidad no es amiga de las recetas. La felicidad es subproducto de dar sentido a la vida, de potenciar los talentos y las virtudes para vivir bien, con todo lo implicado en esa expresión, que no es “darse la buena vida” sino darse la vida buena.

Nuestra sociedad enfoca de manera tan exclusiva hacia el consumo, que parece que el único valor apetecible es vivir instalados en la distracción permanente. Entonces, ser feliz es mantenerse siempre joven; consumir más cosas. No extrañe que la pregunta sea: “¿lo has pasado bien?”. No es saber si actuamos bien o con sentido de responsabilidad, sino saber si nos hemos divertido. Confundimos el mundo con un parque de diversiones. Esto lleva a que los niños y jóvenes claudiquen ante el de­seo más inmediato, que confundan la felicidad con el hecho de conseguir ahora sus caprichos y antojos. Lo que ha de hacer la educación en la escuela respecto a lo importante es a-traer, no dis-traer.

La felici­dad es amiga de paciencia, autodominio, serenidad. Actitudes que no se explican ni exhortan con discursos. Se han de vivir en la vida cotidiana. La vida está hecha de pequeñas y grandes renuncias, y la educación debe dar sentido a las renuncias de hoy para conseguir mejores valores mañana. El esfuerzo no se hace para ganarse el caramelo que nos ponen delante de la nariz. El esfuerzo del presente es proceso de dar a luz el “embrión espiritual” que somos, decía Montessori, en una de sus profundas intuiciones. No promulgada en leyes, no currículos, la educación podría empaparse de inteligencia, bondad y felicidad.

O para decirlo diáfanamente, de amor.





[1] Ver los ensayos Inteligencia y bondad; Educación y Felicidad, en que elaboramos estos temas con más amplitud. 

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