Tuesday, July 26, 2016

La caverna


Aburrido frente al televisor, me distraigo con canales de cocineros, novelas, ventas al detal,  dos aventureros encueros en un bosque, aburrido de todo lo que veo, hasta que aparecen  fisiculturistas haciendo ejercicios extremos que promocionan adelgazar, eliminar grasa, dar fortaleza muscular, otros beneficios no marginales al embellecimiento corporal; me animo a fantasear corpulencia juvenil imitando esas calistenias, hasta que veo el costo de videos,  tiempo requerido, esos ejercicios bruscos y rápidos que destartalan mi esqueleto frágil, y prosigo entretenido mirando sus brincos, fotos before and after, etcétera, una distracción inocente y agradable; todo ocurre en la pantalla de tv, no es real, pero parece tan real que esa gente está ahí adentro.
Soy consciente de tener una impresión irreal, pero la siento mía, personal, veo eso, no puedo negarlo, extraña paradoja sentir mi experiencia subjetiva como real en mi interior (¿cuál interioridad?), con un contenido es irreal en la objetivad exterior (¿cuál exterioridad?).  Subjetividad auto-engañada de impresiones que parecen real pero no es, sólo es objetividad aparente, algo afuera de mí que entra en mi interior por vías sensorias que el cerebro procesa y la mente interpreta. Extrañamiento de una objetividad ficticia que provoca un espejismo subjetivo en mí. ¿Quién soy en realidad? ¿Quién percibe? ¿Cuál realidad? ¿Qué es lo real, lo verdadero? ¿Cómo, por qué, puedo yo distorsionar lo que está afuera objetivo, que parece tan real, pero en mi interior de pensamientos, creencias, ideaciones, es una ilusión, una falsedad, una mentira? ¿Qué yo es ese, es un único yo en mí, hay otros yos Pedros en mi interior pugnando por entender y discutir lo real, lo verdadero, lo falso, si es o no? Etcétera. ¿Será la educación la vía segura de arbitrar? ¿La filosofía? ¿La ciencia? ¿La poesía? ¿La música? ¿La religión? ¿Hay que arbitrar?    

Quizá has tenido la experiencia de estar frente la pantalla del televisor mirando paisajes, personas, reportajes, películas. Por lo general partimos del supuesto de que lo que está en la pantalla tiene algo de realidad, pero sabemos es irreal, es ilusión óptica, es apariencia en virtualidad de tecnologías. Esas personas no están dentro del aparato de tv, pero existen en tiempo y lugar o existieron a la hora en que fueron filmados por un aparato de filmación.

¿Es efectivamente real lo que vemos? ¿En qué sentido, si alguno, hay una realidad en lo que es patentemente falso, aparente? Una película de terror se disfruta sólo si suspendemos el juicio crítico de consciencia alerta en darnos cuenta que es una película, un film proyectado sobre una pantalla en blanco, una película de horror en que una joven rubia (siempre es rubia, sexy, estúpida) entra a medianoche al bosque oscuro donde sus amigas aparecieron devoradas por (¡espectadores lo saben!) monstruos-caníbales, y yo, indignado, le grito “no, no, no entres ahí, no seas estúpida”, y me siguen en coro más espectadores riéndose de su notable estupidez; ah, si de repente despierto en lucidez, si me hago consciente en lo que psicólogos sofisticados llaman meta-cognición, esto es, si me observo pensando y sintiendo, entonces me doy cuenta estoy viendo una película gritando a una pantalla en blanco que recibe luz con imágenes proyectadas por un proyector de film. Salí de la caverna platónica por un momento de claridad en que creo ver la realidad. La película es irreal, con personas reales haciendo lo irreal; yo mismo por un instante padezco el enojo de verla entrar en el bosque irreal; si eso que se piensa, siente y percibe real a sabiendas que es irreal, ¿qué tipo de realidad es esa que siento real y percibo real sin ser verdad, realidad? En definitiva ¿qué es lo real?, ¿qué es la verdad?, ¿qué es? 

Ese tipo de preguntas originan el filosofar.

Platón, sin tecnologías modernas, se planteó esas preguntas. El filósofo narra un relato que nos incita a cuestionar si lo que vemos, percibimos, sentimos, creemos es real, en verdad lo es. En la República hay un relato muy reconocido llamado “La alegoría de la caverna”. Una alegoría es una narración, en general ficcional, cerrada sobre sí misma, que puede ser interpretada para decodificar otra dimensión de lo real a la que nos cuesta acceder de modo más directo; en otras palabras, para explicar algún concepto complejo o más teórico, se utiliza un relato fácil de comprender, pero que obliga a realizar las conexiones o puentes o relaciones entre los elementos del cuento y las nociones que se quieren explicar (verdad, justicia, libertad, realidad, bien, mal, muerte, amar, sufrir, etcétera, conceptos abstractos o más bien teóricos). Platón hace narrar a Sócrates esa alegoría con el fin de mostrar las razones por las cuales sólo el filósofo es el mejor gobernante de la polis.

En un recoveco de la ladera de una gran montaña se encuentra una caverna muy profunda, en cuyo interior, casi pegados a sus paredes más interiores, viven unos prisioneros en una situación muy particular: se hallan sentados mirando al fondo de la caverna, encadenados a las sillas. No se pueden parar ni mirar hacia atrás ya que están encadenados de pies, manos y cuellos, con lo cual su perspectiva de lo real se agota de lo que observan en las paredes y en la movilidad corporal mínima que les permiten las cadenas. Con el paso del tiempo, las cadenas se vuelven invisibles, se naturalizan, se vuelven parte de los cuerpos, se olvidan. La idea de olvidar (o soñar ilusiones) y recordar (o recobrar la memoria de lo real) es esencial en las tradiciones platónicas, en Plotino sobre todo. Sigue el relato. Detrás de ellos hay un muro que los prisioneros no pueden ver ya que el diámetro de giro de sus cuellos no les da opción, detrás de ellos hay un fuego siempre encendido. Entre el fuego y el muro, otros hombres pasean sobre sus cabezas objetos de diferentes formas. Estos hombres, ignorada su existencia para los prisioneros, hablan entre ellos. El fuego proyecta su luz sobre los objetos, y éstos a su vez proyectan su sombra sobre el fondo de la caverna, pero debido al muro, sólo se observan los objetos deformados como si se movieran solos, con el agregado de las voces que por el eco parecieran que surgen de las mismas sombras.

Toda esta situación nos lleva a una primera conclusión: los prisioneros creen que lo que observan en el fondo de la caverna no son sombras, sino la misma realidad. Confunden realidad y apariencia. Y más si se encuentran en esa posición, mentalidad, desde siempre.

¿Cuáles serán nuestras cadenas? ¿Cuál será nuestra caverna? ¿Cuáles nuestras sombras? ¿Podría algún prisionero percatarse de que está preso engañado? ¿Puede alguien en una situación similar a la de los prisioneros darse cuenta que está siendo conminando de modo inconsciente a confundir verdad y apariencia, no distinguir lo real de lo irreal? ¿Pero acaso estas diferencias no importan, no valen, no tienen consecuencias?

Difícil pensar que los prisioneros puedan por sí solos ser conscientes del enclaustramiento. Lo que está planteado para ellos y para nosotros es la potencialidad de lo humano para negarse a sí mismo, no ver la propia esclavitud, reprimirla, negar que la reprime, negar que la niega, genial intuición de Freud: la única enfermedad que el paciente resiste activamente a mejorar con defensas y subterfugios inconscientes, es la mental. 

Por un lado se podría afirmar que de siempre estos prisioneros fueron formados, educados y culturalizados de este modo al cual desde la infancia se habituaron en la normalidad de su situación. Y sobre todo, sin ser conscientes de su encadenamiento, resulta imposible que puedan asumir una diferencia, que puedan discernir otra opción, que puedan ni siquiera dudar de lo establecido, dudar la norma de su normalidad habitual. Haría falta para ello algún tipo de movimiento en la normalidad que la detenga, la interrumpa, la rompa, alguna ruptura en lo habitual, pero por fuera de su propia voluntad, ésta está atrapada, ciega. Algo exterior que imprevistamente, sorpresivamente, modifique lo que se nos presenta como lo obvio: que se apague el fuego, por ejemplo, o que algunos de los llevadores de objetos se pase de repente al otro lado de la pared. En cualquier caso, no depende de los prisioneros desde su habitual normalidad, sino de la capacidad de los mismos en dejarse irrumpir por el cambio de situación exterior, por el acontecimiento, en dejarse asombrar por lo nuevo, y no intentar adecuar el desajuste al paradigma en que se encuentran encadenados.

El ser humano suele, frente a los acontecimientos disruptivos, intentar ajustar la disrupción de tal modo que no se derrumben las bases más generales del sentido vigente. La pregunta es, entonces, acerca de cierto innatismo natural que nos coloca en un lugar, en un espacio de autocuestionamiento. En realidad, la misma consciencia de nuestros propios límites nos impulsa a su superación, a transgredirlos, a sobrepasarlos. O hay consciencia de límites en que podemos cuestionarlos para ir más allá, o resignación de eso es lo que hay, nada más. Tal vez a eso se reduce la filosofía. La pregunta por el por qué es una pregunta que intenta atravesar y superar el límite y que en su intento no hace más que correrlo, moverlo un poco más allá, desde una libertad de transgresión.

Las cadenas, más allá de algún condicionamiento personal, marcan ese punto de tensión entre nuestra posible libertad -imaginación, creatividad- y nuestras sujeciones ontológicas. O ese punto que según Heidegger define al impersonal “se”, a la existencia inauténtica en un mundo en que estamos arrojados donde todo ya posee un sentido previo. El impersonal “se” es la expresión máxima de los límites radicales de nuestro ser: pensamos como “se” piensa, sentimos como “se” siente, actuamos como “se” dicta el rol y consumimos como “se” consume. Tal vez nuestra autenticidad tenga más que ver con un escaparse, una huida de un marco compartido en el que nacimos y del que buscamos salirnos.

Pero es también interesante repensar con Levinas, si tal vez las cadenas no sean tanto un encadenamiento en un impersonal, sino a la inversa, un encadenamiento en lo personal; esto es, en la idea de que la libertad se juega en alcanzar el conocimiento de nuestro “sí mismo”, de nuestro yo. Para Levinas (De la evasión), la libertad tiene más que ver, al revés, con salirnos de nosotros mismos y poder desatar las cadenas del yo, en palabra actual, del ego. De nuevo ¿cuáles son nuestras cadenas? Y si son invisibles ¿por qué pensar que las estamos viendo? ¿No será al revés y cada vez que nos reivindicamos encontrando cadenas y sombras no hacemos otra cosa que seguir ocultando otras cadenas y otras sombras? De nuevo Freud, en el inconsciente reprimido, negado y negado que se reprime y niega.

Sostiene Platón que un día un prisionero se despierta con las cadenas rotas. Poco importa por qué se rompen las cadenas, sino la irrupción de un acontecimiento inesperado que nos habilita a dos posibilidades: mover o quedarnos quietos. Cuando el prisionero se levanta esa mañana y mira para abajo, observa unas cadenas tiradas que antes lo sujetaban y entiende en ese acto que hasta ese día había vivido en el error.  Otra cosa es asumir la novedad y salir corriendo de la silla. No. La silla es la comodidad de un lugar metafísico que brinda la calidez mínima para que los días se sucedan desangustiándose. Algunas veces, o muchas, nos despertamos esa mañana y durante unos minutos miramos para todos lados con la sensación -sentimiento, más bien- que lo que hemos hecho y haremos hoy carece de sentido, es vano, vacío. Podría haber sido de otro modo. Que si hubiésemos aprovechado ese momento, esa oportunidad, que si hubiésemos emprendido aquél rumbo hacia aquél destino, hoy inexistente por perdido y desaprovechado, no estaríamos aquí/ahora. Pero el pánico es tal que rápidamente disolvemos esos arranques de lucidez y nos volvemos a enajenar en el ritual de la mañana, el desayuno rápido, la prisa de vestirnos, el apuro de llegar a tiempo, buenos días, el trabajo, estudio, la cotidianeidad, mejor no verla para poder soportarla, el camello de Nietzsche.

La reacción inicial del prisionero es de zozobra e intenta denodadamente volver sobre su zona de confort, su estabilidad, su funcionamiento normalizador, pero no puede. Sabe que estuvo encadenado todo ese tiempo y ahora siente aunque con miedo que se le abre un mundo nuevo. Se da cuenta que estar parado es otra cosa de lo que suponía, que el cuello gira mucho más de lo que suponía, que las distancias son otra cosa. Comienza un lento peregrinaje por el interior de la caverna buscando una salida y va comprendiendo cómo eran en realidad las cosas: ve el muro, ve el fuego, ve los objetos reales, ve otros “entes” parecidos a él caminando y hablando, y adivina allá a lo lejos, entre un brillo que no lo deja ver, la salida de la caverna, la apertura hacia no sabe bien qué, pero que lo espera del otro lado. ¿Metáfora de nuestras vidas?

El prisionero con una mano tapándose la cara, levanta la mirada e intenta observar el Sol. Siente en la exterioridad de la caverna algo inéditamente original, o más bien, originario. Sale afuera. El Sol lo enceguece como para recordarnos que incluso cuando estemos en presencia de la Totalidad, siempre va a haber algo, mucho, que se nos escape. Camina por la ladera. Respira. El calor del Sol lo inunda de un placer en el origen quizá de todo. Todo se halla atravesado por el asombro y el placer, porque no sólo está viendo por primera vez más allá de las sombras, sino además está abriendo la totalidad de su cuerpo a lo inédito, un cuerpo que se despliega libre. Cuando el prisionero liberado gira y observa la caverna dejada atrás, entiende el dispositivo. Visto desde la perspectiva del exterior, todo lo que le parecía de un modo, se invierte: la normalidad se vuelve una prisión. Pero no está enojado ni quiere revancha, no busca venganza porque no siente culpa. La libertad, o lo que sea que implica esa abertura, apertura, lo coloca en otro plano. En otra perspectiva, otra mirada. Su historia se le vuelve vieja, arcaica. Arcaico es lo originario.

¿Vuelvo a la caverna o parto hacia el mundo? ¿Pero por qué volvería a la caverna si acaba de salir? Dice Platón que el liberado vuelve a desencadenar a los otros, o por lo menos, a intentarlo. Vuelvo porque hay otros. Vuelvo porque somos otros. Hay más prisioneros, y para Platón es una obligación, una ética del deber de volver a ellos y salvarlos. La salvación. Tal vez toda filosofía tenga que ver en definitiva con algo de esta índole: con la consciencia de que la salvación no existe en este mundo, pero no cabe otra que ir por ella. ¿Bodhisttwa?  

El prisionero vuelve y nadie le cree. Lo tratan de idiota. Se empecina en demostrar que nuestro sentido común, nuestras percepciones cotidianas no son más que el fondo de una caverna que observamos encadenados y direccionados, pero nadie le cree, nadie ni siquiera intenta pensar desde otra perspectiva, imaginar siquiera la posibilidad de otra mirada, sino que escuchan sus palabras como si fuese un payaso, o peor, a alguien peligroso que si se aceptaran sus ideas, todo se desmoronaría.

Como un idiota, cuenta Platón (Teeteto) trataban en Mileto a Tales, el primer filósofo, que cuando se encontró con la filosofía, se entusiasmó tanto que se la pasaba recorriendo los caminos mirando para arriba, maravillado con la posibilidad de observar desde otras perspectivas. Pero era tal su despiste, que no veía el camino y se caía en los pozos. ¿De qué sirve la filosofía si desmonta toda la realidad y abre nuevas perspectivas, pero el precio es no poder resolver los problemas cotidianos? ¿De qué vale la filosofía si no es mercadeable en una profesión laboral, en un empresarismo monetario? ¿Pero desde cuándo se le exige a la filosofía resolver problemas? ¿No tiene como propósito exactamente lo contrario? ¿No busca la filosofía crear problemas, plantear cuestionamientos, increpar la comodidad de las sombras? Un significado de la palabra idiota en griego es aquél que se aísla de lo común para irse adentro de sí y cortar con el afuera. De lo exterior a lo interior, pero de lo interior al otro. El idiota que mira para arriba en todo caso, se caerá en muchos pozos, pero el que no levanta la cabeza nunca podrá encontrar el origen de los posos. Ni la salida. La salvación. Esquivar pozos no resuelve. Para alcanzar el origen, hay que levantar la cabeza, y caerse. Salvarse.

El prisionero que vuelve a la caverna a liberar a otros, dice Platón, es el filósofo. Propone un movimiento que no es comprendido como algo directamente utilitario, y es desplazado al ámbito de la inutilidad o del delirio. De vez en cuando alguno cae, pero en general la tarea filosófica es antes que nada eso, una tarea, tarea de un despertar, tarea de liberación.

Platón se sirve de un extrañamiento de nuestra condición humana, un sentimiento de extrañeza de que nos asombremos de nosotros mismos. Y es que por lo general no sólo vivimos en una falsa familiaridad con el mundo, sino también con nosotros mismos.

Tal vez nos extrañan situaciones extraordinarias, pero no nos sorprende nuestra situación humana habitual. El vivir cotidiano no nos llama la atención, no nos con-mueve, es la rutina de siempre, repetición monótona de cada día, entretenimiento, distracción con las sombras tecnológicas de pantallas. En este sentido, diría Platón, no nos sentimos los más próximos, sino los más alejados de nosotros mismos. El sentirse enajenado por la extrañeza de nuestra situación humana, rompe tal familiaridad, surgida de la larga costumbre, y nos permite rencontrarnos allí donde no habíamos sospechado: en una caverna. Y ésta llama nuestra atención.

¿Qué es esto (realidad)? ¿Qué hago aquí (situación)? ¿Qué podría hacer (decisión)? Para que tomemos consciencia de lo habitual de nuestra situación humana, necesitamos una situación extraordinaria que nos provoque, espolee, despierte. Somos prisioneros de unas imágenes que nos presentan los ilusionistas, aquellos sofistas en tiempos de Platón, o los charlatanes y demagogos de hoy, en religión, política, comercio, publicidad, educación.

La filosofía es la liberación de esa cárcel de las opiniones. Y dado que la cueva es también imagen del seno materno, cabe decir que la filosofía es liberación de nuestros prejuicios desde nacidos. Con lo cual la filosofía viene a ser una especie de segundo nacimiento. Pero contra esa liberación se alza una resistencia en nosotros. Hay una tendencia a permanecer en la caverna de miedos y prejuicios. Tenemos miedo al dolor del segundo nacimiento. La filosofía no es algo inocuo, sino que en ocasiones hace temblar, destruye. Nos arranca de la seguridad rutinaria de creencias no cuestionadas y conduce a dónde ya no nos sentimos en casa. Como si nos trasladaran a otro planeta. Y desde luego, la tierra, es decir, la cueva, resulta ya extraña desde la perspectiva del liberado. La liberación permite una visión extraña que nos hace ver aquello que nos fue familiar, ahora como si fuese por primera vez.

Pero esta visión nos saca del orden habitual. De tal modo la filosofía viene a ser una especie de muerte, la muerte del que está aprisionado en sus distorsiones de lo real. Filosofar equivale también, en Platón, a morir (Fedro). El que un rayo de luz penetre en la oscuridad de la caverna e ilumine por breves momentos la penumbra que vivimos -inautenticidad, falsedades, maledicencias-, es tarea de filosofar. 

El camino de la oscuridad a la luz se ha visto como un símbolo de la filosofía. La Lechuza de Minerva.  

El Loco de Gibran dice “Alcé la cabeza… y por primera vez el sol besó mi desnudo rostro… y mi alma se inflamó de amor al sol, y ya no quise tener máscaras… fue así que me convertí en un loco, y en mi locura he hallado libertad…”.


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