Mientras era juzgado -acusado de corromper a la juventud
ateniense-, Sócrates explicó por qué sería imposible renunciar a la filosofía.
Como él dijo: “una vida no examinada no merece ser vivida”. Desde su punto de
vista, una vida no enriquecida por la reflexión filosófica no era mejor que la
muerte. Pocos son los llamados a sacrificarlo todo en un heroísmo de mártires por
la filosofía, aun así, hay razón por las que filosofar sigue siendo importante
en la historia del pensamiento universal.
Una razón es que la mayoría de las personas inteligentes
deben pensar la manera correcta de conducir su vida. Las prácticas convencionales
de vivir podrán no ser las mejores, o para ser exactos, bastante malas, en maneras
de relacionarnos unas con otros, en familia, el gobierno, la economía, la religión,
la educación, y otros ámbitos de la convivencia social. Si las maneras de vivir
andan maltrechas, lo más razonable es disponernos a pensar de nuevo cómo vivir
con más contentamiento y bienestar. Y para eso pensamos una vida merecedora de
vivirse, en una palabra, filosofar.
Ante la confusión, desencanto, desorientación,
insatisfacción con nuestras vidas, se necesita una pausa, un descanso, un
retiro de ocio por breve que sea, para tomarnos distancia y perspectiva de las
cosas; hace falta detenerse a descansar de las rutinas, las presiones,
preocupaciones y la prisa de la vida cotidiana. Una pausa filosófica.
Los humanos somos criaturas pensantes que buscamos
conocer. Quizá averiguar el origen del universo o la naturaleza del ser humano,
no suponga una gran diferencia en el comportamiento de una persona. Pero iría contra
la naturaleza indagadora del humano no plantearse estas preguntas sobre el
origen de las cosas, el sentido de la vida, el origen del universo, las maneras
de ser conscientes, de vivir en paz, el deseo innato de ser felices. No estoy
diciendo que la filosofía sea abracadabra mágico para organizar un gobierno,
adecentar la política y las religiones, dar terapias a las crisis matrimoniales,
no, la filosofía no es recetario farmacológico del vivir; lo que sí hace es
abrir preguntas y pensar con claridad. Eso está inscrito en el ADN mental.
Una sociedad en la que los seres humanos no cuestionan la
naturaleza de la realidad, la verdad, el bien, sentido de las cosas, se
empobrece. De hecho, el mapa mental que aprendimos desde la infancia no es la
realidad final, le faltan piezas, muchas cosas no encajan en su sitio, por eso
decimos con frecuencia “esto no me cuadra”, “esto no funciona”, “esto no anda
bien”, “no me hace sentido”, entonces es hora de cambiar la mentalidad, modificar
la actitud, aprender a ver de nuevo, a conducirnos mejor.
¿Y de qué trata la filosofía? ¿Qué hace que una pregunta
sea filosófica más que mítica o científica o religiosa? Cabe dudar si hay temas
específicos que son exclusivamente filosóficos. También se puede afirmar que la
filosofía es necesaria cuando uno se topa con preguntas que, además de ser
importantes, nos dejan perplejos, inquietos.
Eso distingue a la filosofía, el asombro que la ciencia
no responde, la perplejidad que tecnologías no resuelven, la curiosidad crítica
que religiones clausuran, porque las preguntas filosóficas no se resuelven con
métodos científicos, fantasías mitológicas, creencias dogmáticas, manipulaciones
tecnológicas. Desde su zona de ver las cosas, ninguna de esas miradas se
plantea problemas y preguntas que hacen zozobrar las falsas seguridades, las
falsas comodidades, las mentiras, en que nos instalamos.
En la ciencia hay abundantes preguntas por responder:
¿hay vida en otras partes del universo?, ¿cuántas fuerzas fundamentales
existen?, ¿puede la biotecnología crear órganos humanos hoy impensables?, ¿qué
pasaría si fundamos una colonia humana en la Luna? Pero estas preguntas no
tienen respuestas porque todavía no se han reunido suficientes pruebas
empíricas ni teorías sofisticadas ni técnicas apropiadas para llegar a una
conclusión. Todavía no hay conocimiento que responda, hasta que, como ha
ocurrido históricamente, surgen las ciencias que originalmente eran parte de la
filosofía, y ahora se independizan al acotar un campo del saber propio.
Preguntas filosóficas conllevan otro tipo de dificultad,
otra problemática reflexiva. Al preguntarnos si los seres humanos disfrutan de
libre albedrío, o si los animales tienen derechos morales, o si la dignidad
humana es elemento intrínseco en vez de cualidad otorgada socialmente, o si el
bien propio y personal ha de corresponder al bien común de todos, o si la
realidad es inmanente o trascendente, o en qué consiste la identidad del sujeto
-el yo que creo soy-, o si la vida tiene sentido inherente o el sentido se da según
las creencias y culturas, o si la felicidad es un derecho humano como dicen
constituciones democráticas… ante ese tipo de preguntas, la perplejidad no se
debe a la falta de información y conocimientos que ahora no proveen ciencia o
técnica, pero luego están disponibles al avanzar el conocimiento científico o eficacia
tecnológica. Más bien, son cuestiones intrínsecamente perplejas por su
naturaleza; pensarlas no es recurrir a experimentos, pruebas científicas, eficiencias
técnicas. Para pensarlas es preciso escrutar términos “libre albedrío”,
“derecho natural”, “dignidad humana”, “naturaleza del bien”, “condición humana”,
“identidad del ser”, “sentido de vivir”, “la felicidad humana”, pensarlas
precisa filosofar.
Filosofar, desde Sócrates, es un examinar la vida que
merece ser vivida.
¿En qué consiste la vida merecedora de vivirse? ¿Por qué?
Razón para filosofar.
Y puesto que una vida que merecemos vivir es el núcleo de la educación, hay buena razón
para filosofar la educación.
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