Aburrido
frente al televisor, me distraigo con canales de cocineros, novelas, ventas al
detal, dos aventureros encueros en un
bosque, aburrido de todo lo que veo, hasta que aparecen fisiculturistas haciendo ejercicios extremos
que promocionan adelgazar, eliminar grasa, dar fortaleza muscular, otros
beneficios no marginales al embellecimiento corporal; me animo a fantasear corpulencia
juvenil imitando esas calistenias, hasta que veo el costo de videos, tiempo requerido, esos ejercicios bruscos y
rápidos que destartalan mi esqueleto frágil, y prosigo entretenido mirando sus
brincos, fotos before and after, etcétera,
una distracción inocente y agradable; todo ocurre en la pantalla de tv, no es
real, pero parece tan real que esa gente está ahí adentro.
Soy consciente de tener
una impresión irreal, pero la siento mía, personal, veo eso, no puedo negarlo, extraña
paradoja sentir mi experiencia subjetiva como real en mi interior (¿cuál
interioridad?), con un contenido es irreal en la objetivad exterior (¿cuál
exterioridad?). Subjetividad
auto-engañada de impresiones que parecen real pero no es, sólo es objetividad
aparente, algo afuera de mí que entra en mi interior por vías sensorias que el
cerebro procesa y la mente interpreta. Extrañamiento de una objetividad
ficticia que provoca un espejismo subjetivo en mí. ¿Quién soy en realidad? ¿Quién
percibe? ¿Cuál realidad? ¿Qué es lo real, lo verdadero? ¿Cómo, por qué, puedo
yo distorsionar lo que está afuera objetivo, que parece tan real, pero en mi
interior de pensamientos, creencias, ideaciones, es una ilusión, una falsedad,
una mentira? ¿Qué yo es ese, es un único yo en mí, hay otros yos Pedros en mi
interior pugnando por entender y discutir lo real, lo verdadero, lo falso, si
es o no? Etcétera. ¿Será la educación la vía segura de arbitrar? ¿La filosofía?
¿La ciencia? ¿La poesía? ¿La música? ¿La religión? ¿Hay que arbitrar?
Quizá
has tenido la experiencia de estar frente la pantalla del televisor mirando
paisajes, personas, reportajes, películas. Por lo general partimos del supuesto
de que lo que está en la pantalla tiene algo
de realidad, pero sabemos es irreal, es ilusión óptica, es apariencia en
virtualidad de tecnologías. Esas personas no están dentro del aparato de tv,
pero existen en tiempo y lugar o existieron a la hora en que fueron filmados
por un aparato de filmación.
¿Es
efectivamente real lo que vemos? ¿En qué sentido, si alguno, hay una realidad
en lo que es patentemente falso, aparente? Una película de terror se disfruta sólo
si suspendemos el juicio crítico de consciencia alerta en darnos cuenta que es
una película, un film proyectado sobre una pantalla en blanco, una película de
horror en que una joven rubia (siempre es rubia, sexy, estúpida) entra a
medianoche al bosque oscuro donde sus amigas aparecieron devoradas por
(¡espectadores lo saben!) monstruos-caníbales, y yo, indignado, le grito “no,
no, no entres ahí, no seas estúpida”, y me siguen en coro más espectadores
riéndose de su notable estupidez; ah, si de repente despierto en lucidez, si me
hago consciente en lo que psicólogos sofisticados llaman meta-cognición, esto
es, si me observo pensando y sintiendo, entonces me doy cuenta estoy viendo una
película gritando a una pantalla en blanco que recibe luz con imágenes
proyectadas por un proyector de film. Salí de la caverna platónica por un
momento de claridad en que creo ver la realidad. La película es irreal, con
personas reales haciendo lo irreal; yo mismo por un instante padezco el enojo
de verla entrar en el bosque irreal; si eso que se piensa, siente y percibe
real a sabiendas que es irreal, ¿qué tipo de realidad es esa que siento real y
percibo real sin ser verdad, realidad? En definitiva ¿qué es lo real?, ¿qué es
la verdad?, ¿qué es?
Ese tipo de preguntas originan el filosofar.
Platón,
sin tecnologías modernas, se planteó esas preguntas. El filósofo narra un
relato que nos incita a cuestionar si lo que vemos, percibimos, sentimos,
creemos es real, en verdad lo es. En la República
hay un relato muy reconocido llamado “La alegoría de la caverna”. Una alegoría es
una narración, en general ficcional, cerrada sobre sí misma, que puede ser
interpretada para decodificar otra dimensión de lo real a la que nos cuesta
acceder de modo más directo; en otras palabras, para explicar algún concepto
complejo o más teórico, se utiliza un relato fácil de comprender, pero que
obliga a realizar las conexiones o puentes o relaciones entre los elementos del
cuento y las nociones que se quieren explicar (verdad, justicia, libertad,
realidad, bien, mal, muerte, amar, sufrir, etcétera, conceptos abstractos o más
bien teóricos). Platón hace narrar a Sócrates esa alegoría con el fin de
mostrar las razones por las cuales sólo el filósofo es el mejor gobernante de
la polis.
En un
recoveco de la ladera de una gran montaña se encuentra una caverna muy
profunda, en cuyo interior, casi pegados a sus paredes más interiores, viven
unos prisioneros en una situación muy particular: se hallan sentados mirando al
fondo de la caverna, encadenados a las sillas. No se pueden parar ni mirar
hacia atrás ya que están encadenados de pies, manos y cuellos, con lo cual su
perspectiva de lo real se agota de lo que observan en las paredes y en la
movilidad corporal mínima que les permiten las cadenas. Con el paso del tiempo,
las cadenas se vuelven invisibles, se naturalizan, se vuelven parte de los
cuerpos, se olvidan. La idea de olvidar (o soñar ilusiones) y recordar (o
recobrar la memoria de lo real) es esencial en las tradiciones platónicas, en
Plotino sobre todo. Sigue el relato. Detrás de ellos hay un muro que los
prisioneros no pueden ver ya que el diámetro de giro de sus cuellos no les da
opción, detrás de ellos hay un fuego siempre encendido. Entre el fuego y el
muro, otros hombres pasean sobre sus cabezas objetos de diferentes formas.
Estos hombres, ignorada su existencia para los prisioneros, hablan entre ellos.
El fuego proyecta su luz sobre los objetos, y éstos a su vez proyectan su
sombra sobre el fondo de la caverna, pero debido al muro, sólo se observan los
objetos deformados como si se movieran solos, con el agregado de las voces que
por el eco parecieran que surgen de las mismas sombras.
Toda
esta situación nos lleva a una primera conclusión: los prisioneros creen que lo
que observan en el fondo de la caverna no son sombras, sino la misma realidad.
Confunden realidad y apariencia. Y más si se encuentran en esa posición,
mentalidad, desde siempre.
¿Cuáles
serán nuestras cadenas? ¿Cuál será nuestra caverna? ¿Cuáles nuestras sombras?
¿Podría algún prisionero percatarse de que está preso engañado? ¿Puede alguien
en una situación similar a la de los prisioneros darse cuenta que está siendo
conminando de modo inconsciente a confundir verdad y apariencia, no distinguir
lo real de lo irreal? ¿Pero acaso estas diferencias no importan, no valen, no
tienen consecuencias?
Difícil
pensar que los prisioneros puedan por sí solos ser conscientes del
enclaustramiento. Lo que está planteado para ellos y para nosotros es la
potencialidad de lo humano para negarse a sí mismo, no ver la propia esclavitud,
reprimirla, negar que la reprime, negar que la niega, genial intuición de Freud:
la única enfermedad que el paciente resiste activamente a mejorar con defensas
y subterfugios inconscientes, es la mental.
Por
un lado se podría afirmar que de siempre estos prisioneros fueron formados,
educados y culturalizados de este modo al cual desde la infancia se habituaron
en la normalidad de su situación. Y sobre todo, sin ser conscientes de su
encadenamiento, resulta imposible que puedan asumir una diferencia, que puedan
discernir otra opción, que puedan ni siquiera dudar de lo establecido, dudar la
norma de su normalidad habitual. Haría falta para ello algún tipo de movimiento
en la normalidad que la detenga, la interrumpa, la rompa, alguna ruptura en lo
habitual, pero por fuera de su propia voluntad, ésta está atrapada, ciega. Algo
exterior que imprevistamente, sorpresivamente, modifique lo que se nos presenta
como lo obvio: que se apague el fuego, por ejemplo, o que algunos de los
llevadores de objetos se pase de repente al otro lado de la pared. En cualquier
caso, no depende de los prisioneros desde su habitual normalidad, sino de la
capacidad de los mismos en dejarse irrumpir por el cambio de situación
exterior, por el acontecimiento, en dejarse asombrar por lo nuevo, y no
intentar adecuar el desajuste al paradigma en que se encuentran encadenados.
El
ser humano suele, frente a los acontecimientos disruptivos, intentar ajustar la
disrupción de tal modo que no se derrumben las bases más generales del sentido
vigente. La pregunta es, entonces, acerca de cierto innatismo natural que nos
coloca en un lugar, en un espacio de autocuestionamiento. En realidad, la misma
consciencia de nuestros propios límites nos impulsa a su superación, a
transgredirlos, a sobrepasarlos. O hay consciencia de límites en que podemos
cuestionarlos para ir más allá, o resignación de eso es lo que hay, nada más.
Tal vez a eso se reduce la filosofía. La pregunta por el por qué es una pregunta que intenta atravesar y superar el límite y
que en su intento no hace más que correrlo, moverlo un poco más allá, desde una
libertad de transgresión.
Las
cadenas, más allá de algún condicionamiento personal, marcan ese punto de
tensión entre nuestra posible libertad -imaginación, creatividad- y nuestras
sujeciones ontológicas. O ese punto que según Heidegger define al impersonal
“se”, a la existencia inauténtica en un mundo en que estamos arrojados donde
todo ya posee un sentido previo. El impersonal “se” es la expresión máxima de
los límites radicales de nuestro ser: pensamos como “se” piensa, sentimos como
“se” siente, actuamos como “se” dicta el rol y consumimos como “se” consume.
Tal vez nuestra autenticidad tenga más que ver con un escaparse, una huida de
un marco compartido en el que nacimos y del que buscamos salirnos.
Pero
es también interesante repensar con Levinas, si tal vez las cadenas no sean
tanto un encadenamiento en un impersonal, sino a la inversa, un encadenamiento
en lo personal; esto es, en la idea de que la libertad se juega en alcanzar el
conocimiento de nuestro “sí mismo”, de nuestro yo. Para Levinas (De la evasión), la libertad tiene más
que ver, al revés, con salirnos de nosotros mismos y poder desatar las cadenas
del yo, en palabra actual, del ego. De nuevo ¿cuáles son nuestras cadenas? Y si
son invisibles ¿por qué pensar que las estamos viendo? ¿No será al revés y cada
vez que nos reivindicamos encontrando cadenas y sombras no hacemos otra cosa
que seguir ocultando otras cadenas y otras sombras? De nuevo Freud, en el inconsciente
reprimido, negado y negado que se reprime y niega.
Sostiene
Platón que un día un prisionero se despierta con las cadenas rotas. Poco
importa por qué se rompen las cadenas, sino la irrupción de un acontecimiento
inesperado que nos habilita a dos posibilidades: mover o quedarnos quietos.
Cuando el prisionero se levanta esa mañana y mira para abajo, observa unas
cadenas tiradas que antes lo sujetaban y entiende en ese acto que hasta ese día
había vivido en el error. Otra cosa es
asumir la novedad y salir corriendo de la silla. No. La silla es la comodidad
de un lugar metafísico que brinda la calidez mínima para que los días se
sucedan desangustiándose. Algunas veces, o muchas, nos despertamos esa mañana y
durante unos minutos miramos para todos lados con la sensación -sentimiento,
más bien- que lo que hemos hecho y haremos hoy carece de sentido, es vano,
vacío. Podría haber sido de otro modo. Que si hubiésemos aprovechado ese
momento, esa oportunidad, que si hubiésemos emprendido aquél rumbo hacia aquél
destino, hoy inexistente por perdido y desaprovechado, no estaríamos
aquí/ahora. Pero el pánico es tal que rápidamente disolvemos esos arranques de
lucidez y nos volvemos a enajenar en el ritual de la mañana, el desayuno
rápido, la prisa de vestirnos, el apuro de llegar a tiempo, buenos días, el
trabajo, estudio, la cotidianeidad, mejor no verla para poder soportarla, el
camello de Nietzsche.
La
reacción inicial del prisionero es de zozobra e intenta denodadamente volver
sobre su zona de confort, su estabilidad, su funcionamiento normalizador, pero
no puede. Sabe que estuvo encadenado todo ese tiempo y ahora siente aunque con
miedo que se le abre un mundo nuevo. Se da cuenta que estar parado es otra cosa
de lo que suponía, que el cuello gira mucho más de lo que suponía, que las
distancias son otra cosa. Comienza un lento peregrinaje por el interior de la
caverna buscando una salida y va comprendiendo cómo eran en realidad las cosas:
ve el muro, ve el fuego, ve los objetos reales, ve otros “entes” parecidos a él
caminando y hablando, y adivina allá a lo lejos, entre un brillo que no lo deja
ver, la salida de la caverna, la apertura hacia no sabe bien qué, pero que lo
espera del otro lado. ¿Metáfora de nuestras vidas?
El
prisionero con una mano tapándose la cara, levanta la mirada e intenta observar
el Sol. Siente en la exterioridad de la caverna algo inéditamente original, o
más bien, originario. Sale afuera. El
Sol lo enceguece como para recordarnos que incluso cuando estemos en presencia
de la Totalidad, siempre va a haber algo, mucho, que se nos escape. Camina por
la ladera. Respira. El calor del Sol lo inunda de un placer en el origen quizá
de todo. Todo se halla atravesado por el asombro y el placer, porque no sólo
está viendo por primera vez más allá de las sombras, sino además está abriendo
la totalidad de su cuerpo a lo inédito, un cuerpo que se despliega libre.
Cuando el prisionero liberado gira y observa la caverna dejada atrás, entiende
el dispositivo. Visto desde la perspectiva del exterior, todo lo que le parecía
de un modo, se invierte: la normalidad se vuelve una prisión. Pero no está
enojado ni quiere revancha, no busca venganza porque no siente culpa. La
libertad, o lo que sea que implica esa abertura, apertura, lo coloca en otro
plano. En otra perspectiva, otra mirada. Su historia se le vuelve vieja,
arcaica. Arcaico es lo originario.
¿Vuelvo
a la caverna o parto hacia el mundo? ¿Pero por qué volvería a la caverna si
acaba de salir? Dice Platón que el liberado vuelve a desencadenar a los otros, o
por lo menos, a intentarlo. Vuelvo porque hay otros. Vuelvo porque somos otros.
Hay más prisioneros, y para Platón es una obligación, una ética del deber de
volver a ellos y salvarlos. La salvación. Tal vez toda filosofía tenga que ver
en definitiva con algo de esta índole: con la consciencia de que la salvación
no existe en este mundo, pero no cabe otra que ir por ella. ¿Bodhisttwa?
El
prisionero vuelve y nadie le cree. Lo tratan de idiota. Se empecina en
demostrar que nuestro sentido común, nuestras percepciones cotidianas no son
más que el fondo de una caverna que observamos encadenados y direccionados,
pero nadie le cree, nadie ni siquiera intenta pensar desde otra perspectiva,
imaginar siquiera la posibilidad de otra mirada, sino que escuchan sus palabras
como si fuese un payaso, o peor, a alguien peligroso que si se aceptaran sus
ideas, todo se desmoronaría.
Como
un idiota, cuenta Platón (Teeteto)
trataban en Mileto a Tales, el primer filósofo, que cuando se encontró con la
filosofía, se entusiasmó tanto que se la pasaba recorriendo los caminos mirando
para arriba, maravillado con la posibilidad de observar desde otras
perspectivas. Pero era tal su despiste, que no veía el camino y se caía en los
pozos. ¿De qué sirve la filosofía si desmonta toda la realidad y abre nuevas
perspectivas, pero el precio es no poder resolver los problemas cotidianos? ¿De
qué vale la filosofía si no es mercadeable en una profesión laboral, en un
empresarismo monetario? ¿Pero desde cuándo se le exige a la filosofía resolver
problemas? ¿No tiene como propósito exactamente lo contrario? ¿No busca la
filosofía crear problemas, plantear cuestionamientos, increpar la comodidad de
las sombras? Un significado de la palabra idiota en griego es aquél que se
aísla de lo común para irse adentro de sí y cortar con el afuera. De lo
exterior a lo interior, pero de lo interior al otro. El idiota que mira para
arriba en todo caso, se caerá en muchos pozos, pero el que no levanta la cabeza
nunca podrá encontrar el origen de los posos. Ni la salida. La salvación.
Esquivar pozos no resuelve. Para alcanzar el origen, hay que levantar la
cabeza, y caerse. Salvarse.
El
prisionero que vuelve a la caverna a liberar a otros, dice Platón, es el
filósofo. Propone un movimiento que no es comprendido como algo directamente
utilitario, y es desplazado al ámbito de la inutilidad o del delirio. De vez en
cuando alguno cae, pero en general la tarea filosófica es antes que nada eso,
una tarea, tarea de un despertar, tarea de liberación.
Platón
se sirve de un extrañamiento de nuestra condición humana, un sentimiento de
extrañeza de que nos asombremos de nosotros mismos. Y es que por lo general no
sólo vivimos en una falsa familiaridad con el mundo, sino también con nosotros
mismos.
Tal
vez nos extrañan situaciones extraordinarias, pero no nos sorprende nuestra
situación humana habitual. El vivir cotidiano no nos llama la atención, no nos
con-mueve, es la rutina de siempre, repetición monótona de cada día,
entretenimiento, distracción con las sombras tecnológicas de pantallas. En este
sentido, diría Platón, no nos sentimos los más próximos, sino los más alejados
de nosotros mismos. El sentirse enajenado por la extrañeza de nuestra situación
humana, rompe tal familiaridad, surgida de la larga costumbre, y nos permite
rencontrarnos allí donde no habíamos sospechado: en una caverna. Y ésta llama
nuestra atención.
¿Qué
es esto (realidad)? ¿Qué hago aquí (situación)? ¿Qué podría hacer (decisión)? Para
que tomemos consciencia de lo habitual de nuestra situación humana, necesitamos
una situación extraordinaria que nos provoque, espolee, despierte. Somos
prisioneros de unas imágenes que nos presentan los ilusionistas, aquellos sofistas
en tiempos de Platón, o los charlatanes y demagogos de hoy, en religión,
política, comercio, publicidad, educación.
La
filosofía es la liberación de esa cárcel de las opiniones. Y dado que la cueva
es también imagen del seno materno, cabe decir que la filosofía es liberación
de nuestros prejuicios desde nacidos. Con lo cual la filosofía viene a ser una
especie de segundo nacimiento. Pero contra esa liberación se alza una
resistencia en nosotros. Hay una tendencia a permanecer en la caverna de miedos
y prejuicios. Tenemos miedo al dolor del segundo nacimiento. La filosofía no es
algo inocuo, sino que en ocasiones hace temblar, destruye. Nos arranca de la
seguridad rutinaria de creencias no cuestionadas y conduce a dónde ya no nos
sentimos en casa. Como si nos trasladaran a otro planeta. Y desde luego, la
tierra, es decir, la cueva, resulta ya extraña desde la perspectiva del
liberado. La liberación permite una visión extraña que nos hace ver aquello que
nos fue familiar, ahora como si fuese por primera vez.
Pero
esta visión nos saca del orden habitual. De tal modo la filosofía viene a ser
una especie de muerte, la muerte del que está aprisionado en sus distorsiones
de lo real. Filosofar equivale también, en Platón, a morir (Fedro). El que un rayo de luz penetre en
la oscuridad de la caverna e ilumine por breves momentos la penumbra que
vivimos -inautenticidad, falsedades, maledicencias-, es tarea de filosofar.
El
camino de la oscuridad a la luz se ha visto como un símbolo de la filosofía. La
Lechuza de Minerva.
El Loco de Gibran dice “Alcé la cabeza… y por primera vez el sol
besó mi desnudo rostro… y mi alma se inflamó de amor al sol, y ya no quise
tener máscaras… fue así que me convertí en un loco, y en mi locura he hallado
libertad…”.