Nos pasamos la vida hacienda preguntas: ¿qué vamos a cenar?, ¿cómo se llama ese chico?, ¿cuánto me cuesta?, ¿has ido a NY?, ¿me dolerá?, ¿a qué temperatura hierve el agua?, ¿me amas?, Hacemos preguntas para satisfacer una curiosidad, resolver un problema, atender una situación, decidir entre opciones, conseguir lo que queremos, aprender a vivir mejor. Si tengo inquietudes científicas me gustaría saber astronomía, si de salud qué dieta me conviene, si ir a NY preguntaré cómo viajar, y me será conveniente saber que en avión tardaré tres horas, en barco tres días, a nado aproximadamente un año si los tiburones no me interrumpen. A partir de lo que aprendo con esas respuestas informativas, decidiré si prefiero comprarme un ticket de avión, un pasaje en barco o un traje de baño.
¿A quién debo hacer esas preguntas para conseguir lo que quiero y actuar eficazmente? Pues he de preguntar a quienes saben más que yo, a expertos en temas que me interesan: geógrafos si geografía, médicos si salud, banqueros si dinero. Por fortuna, aunque uno ignore muchas cosas, estamos rodeados de expertos que pueden aclararnos la mayoría de nuestras dudas. Lo importante es acertar con la persona a la que vamos a preguntar. De modo que la otra pregunta es ¿quién sabe más de la cuestión que me interesa?, ¿dónde está la información que necesito? Y cuando la tenga localizado -persona, libro, internet- haré lo que tenga que hacer, suelto la pregunta, no la hago más porque ya la solucioné con una respuesta satisfactoria en sentido de ser eficiente, práctica. Como normalmente pregunto para saber qué debo hacer, en cuanto conozco la respuesta me pongo manos a la obra y la pregunta en sí misma pasa a un segundo plano. ¿Y si de pronto se me ocurre una pregunta que no tiene nada que ver con lo que voy a comer, la ropa a usar, el viaje a NY, mi dinero, una pregunta con la que no puedo hacer nada, con la que no sé qué hacer, sin embargo, una pregunta que me inquieta ¿entonces qué?
Le preguntamos a alguien qué hora es. Queremos saber la hora para llegar a tiempo a clase o cita amorosa. Nos dice “seis en punto”. Bueno, ya está, la hora se deja a un lado, ahora apurarse. Pero imagínate que en lugar de preguntar qué hora es se nos ocurre la pregunta “¿qué es el tiempo?”. Ahora sí empiezan dificultades. Porque, para empezar, sea el tiempo lo que sea, seguiremos viviendo igual: no saldremos más temprano ni más tarde para la clase o la cita. La pregunta por el tiempo no tiene que ver con lo que haré, sino con quien soy. El tiempo es algo que te pasa a ti y a mí, algo que forma parte de nuestra vida: queremos saber qué es el tiempo porque queremos conocernos mejor en este asunto temporal de vivir, en esto que estamos metidos, quizá con un pasado resentido, un presente culpabilizado o medio al futuro, es decir, vivir en un tiempo a destiempo, pues no estoy ni en el pasado ni el futuro ni tampoco viviendo el presente cual ahora. ¡Qué lío esto del tiempo! Segunda complicación: si queremos saber qué es el tiempo ¿a quién preguntamos?, ¿al relojero?, ¿al fabricante de calendarios? La verdad es que no hay especialistas en el tiempo, no hay tiempólogos. A lo mejor un científico explica la teoría de la relatividad y del tiempo en la astrofísica; un antropólogo puede describir distintas maneras de medir el paso del tiempo que han inventado las culturas; y un poeta cantará las nostalgias del tiempo ido que nunca volverá. Pero ninguna de esas explicaciones nos conforta porque lo que queremos saber es lo que el tiempo es realmente. Enseguida nos damos cuenta que no hay expertos en esa materia.
Pero hay otra característica sorprendente de la interrogación que hacemos. A diferencia de otras preguntas, las que dejan de interesar en cuanto se responden por quien sabe del asunto, en este caso la cuestión del tiempo nos intriga más cuánto más la intentan responder unos y otros. Las contestaciones aumentan cada vez más nuestra curiosidad por el tema, en vez de liquidarla: se despiertan más las ganas de preguntar más y más, no de renunciar a preguntar. Y no tan sólo la pregunta por el tiempo; si queremos saber qué es la libertad, el bien, el sufrimiento, la verdad, o grandes cosas así, nos ocurrirá lo mismo. No son ni mucho menos temas ‘raros’. ¿Acaso es extravagante el sufrir de un ser amado o la libertad que pide un preso político en Cuba o China? ¿Es raro preguntar por qué me va mal a pesar de ser buena persona y por qué a un canalla le va tan bien? ¿Lo que sea el bien y el mal es algo pintoresco e indiferente? ¿Por qué la maldad? ¿Qué es felicidad? ¿Existiré después de morir? No son preguntas estrambóticas, y tampoco son preguntas corrientes, no son prácticas, técnicas, científicas: son preguntas filosóficas. Llamamos “filosofía” al esfuerzo de pensar esas preguntas, responderlas en algún sentido y seguir preguntando después a partir de las respuestas que nos dan o que encontramos uno mismo. Porque una característica de ponernos en plan filosófico es no conformarse con la primera explicación que nos dan o nos damos del asunto, ni con la segunda, ni siquiera la tercera o cuarta, hasta que pudiera la pregunta ser en sí la respuesta.
Hay gente que para estas preguntas o todas, dan respuestas definitivas. Nos desalientan a preguntar, que no nos empeñemos a pensar, aceptemos lo que dicen. Otros, sin embargo, pudieran decir algo profundo porque han recorrido el camino de filosofar y gracias a ellos no empezamos en cero. Sócrates, Platón, Aristóteles, Lao-Tsé, Séneca, y desde entonces, muchos han pensado las preguntas que nos inquietan. Pero nuestra vida personal, esa que nos toca vivir en el mundo, hay que pensarla uno. Es importante para filosofar: saber que nadie piensa solo porque recibimos ayuda de los demás, antes y ahora, pero nadie puede pensar por mí. Continuemos esta aventura de filosofar contigo y los demás.
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