Dice Aristóteles, con razón, que el humano busca conocer. Pero eso pudiera decirlo cualquiera con curiosidad reflexiva de ver la historia humana. Somos seres que inventamos incontables conocimientos para habérnosla con la existencia. Yo conozco el pensamiento de Aristóteles y otras cosas más, pero ignoro cómo extraer veneno de una araña y más cosas que ignoro porque me producen temor, inhabilidad mental o desinterés. Hay quien conoce el arte y la ciencia de embalsamar cadáveres. Un amigo dueño de funeraria me invitó a ver eso. Ni muerto lo hago. En fin, digo lo que todos sabemos: que conocemos muchas cosas e ignoramos otras más. También sabemos -quienes se han escolarizado- que se dan nombres a los conocimientos tan pronto se estudian y se organizan en saberes especializados. En currículos de escuelas y universidades los nombres típicos son disciplinas o asignaturas, que designan áreas de estudio de profesiones, oficios, carreras, campos del saber, etc., como aracnología o embalsamamiento o filosofía.
Toda disciplina del conocimiento se define por su objeto de estudio, es decir, a partir de lo que se pretende conocer. La física para descubrir los principios de la naturaleza; la química para la constitución de la materia orgánica e inorgánica; la psicología para el psiquismo humano; y así los demás conocimientos. En cambio no resulta tan fácil explicar el objeto de la filosofía.
El término “filosofía” aparece en Grecia hace más o menos 2,500 años y se compone de dos palabras que se podrían traducir, philia por “amor”, y sophia, por sabiduría; filosofía es amar la sabiduría. Si bien la expresión es cierta, aún queda por saber qué es lo que entendemos por sabiduría. Y con curiosidad nos podríamos preguntar ¿quién es sabio? Para empezar podemos decir que “sabio” es quien inspira cierto respeto por lo que sabe. Entonces, la pregunta correcta debería ser ¿qué clase de saber debería inspirar respeto? A priori todos, pues un maestro albañil o un cirujano son sabios si demuestran haber destilado la esencia de su experiencia y conocimientos para aplicarlos con efectividad, y ser personas respetables por su integridad. Por sus resultados y su persona, se les consulta por ser “gente que sabe: sabios”. En este sentido, quien obra con excelencia en su quehacer, siempre que sea de beneficio al prójimo, es persona sabia. Pero no nos satisface esa idea. Parece haber “algo más” a la hora de dar a alguien el calificativo de “sabio”. Si tuviésemos que escoger al saber más preciado entre todos, el saber más buscado, el más elevado de todos los saberes, es casi cierto que escogeríamos un saber que todos necesitamos y reconocemos como el saber más útil, necesario, indispensable. ¿Cuál? Respuesta socrática: el saber de uno mismo para una vida que merezca vivirse. Respuesta aristotélica: la vida merecedora de vivir es la que nos hace felices. Y ¿qué es felicidad?
Una mente moderna dirá que no existe una definición única del concepto -por ser complejo, subjetivo, polémico- por lo cual es mejor no querer definir, porque cada cual tendrá su opinión, quizá muy aferrada. A lo que un filósofo socrático dirá que, quizá sea así, pero antes de afirmarlo hay que dialogar y contrastar ideas a ver a dónde nos conducen. Y para hacerlo de forma honesta debemos empezar por admitir la ignorancia y aprender a formular las preguntas correctas. Es posible que quien nos escuche no quede convencido y nos conteste resignado, que, sea cual sea nuestra conclusión, no dejará de ser una opinión más entre otras y que poco tendrá de científica. Entonces tendremos que recordarle que hubo un tiempo en que no existía por un lado la ciencia y por otro la filosofía. Porque ambas disciplinas tienen su origen en querer descubrir la verdad de este mundo, del universo y de los humanos. ¿Por qué conocer la botánica de las plantas en un bosque es más riguroso que filosofar sobre la felicidad que, en no pocos sentidos, se parece a otro bosque? ¿Será porque en un caso se puede estudiar con equipos científicos y en otro caso no? Es una diferencia insuficiente para distinguir la ambición de la ciencia y de la filosofía. Las diferencias no deben hacernos olvidar que ambas nacen de un mismo impulso llamado “amor al saber”. Hubo un tiempo en que filosofar era hacer ciencia y hacer ciencia era filosofar: el conocimiento es Uno y todos los conocimientos están Conectados.
Admitamos que la filosofía y la ciencia acabaron siguiendo caminos diferentes. La ciencia ha desarrollado un lenguaje y métodos propios que demuestran su eficacia y aplicación en diversos conocimientos especializados en un aspecto de la realidad. Por el quehacer científico se han desarrollado potentes laboratorios con equipos sofisticados en precisión y objetividad. La Ciencia, y su criatura, la Tecnología, tienen una dinámica vertiginosa de crear conocimientos, de producir cosas, con multitud de gente y con financiamientos billonarios.
En cambio, la filosofía sigue siendo, como lo fue en sus orígenes en China y Grecia, un esfuerzo fundamentalmente solitario lejos de los laboratorios, sin equipos ni aparatos sofisticados. Basta con pensar, escribir y leer, y un espacio que ni siquiera es cómodo, como no lo fue en filósofos del pasado y del presente, hasta los que filosofaron confinados en cárceles. Se filosofa, muy bien por cierto, en campos, montañas, a la intemperie de la naturaleza, ante la mar. Porque lo único necesario es disponerse con curiosidad a pensar ideas.
La filosofía es un camino de solitarios, pero que se camina gracias a los demás, a través de una conversación con autores y obras. El filósofo hace de su vida su laboratorio de reflexión en que desea entender el misterio que se esconde en nuestros pensamientos, lenguajes y actos, sobre todo, las acciones más familiares de la cotidianeidad. La filosofía no está al servicio de ninguna ciencia, ni subordinada a tecnología, ni obedece a ideologías políticas o sistemas económicos, ya que su oficio consiste en filosofar, cuestionar, preguntar, dudar e interrogarlo todo.
Al igual que un niño, el filósofo repite incansablemente las preguntas ¿por qué?, ¿qué es? Se empieza a filosofar cuando el niño espera respuestas de los adultos, y éstos, anonadados, se quedan sin respuestas; entonces empieza el verdadero esfuerzo filosófico: pensar sí mismo con preguntas que nos ayuden a entendernos a nosotros mismos y al mundo que habitamos. De las preguntas nacen respuestas, de las respuestas nacen nuevas preguntas, o las mismas preguntas reformuladas, puesto que el filósofo no puede evitar querer saber, que siempre es insondable y al que continuamente hemos de preguntar ¿por qué?, ¿qué es?
Pensar por sí mismo, no repetir como loro ideas ajenas, no creer lo que no hemos examinado atentamente, no confiar del todo en los métodos ya constituidos, son actitudes filosóficas. Lo que no significa que estas condiciones se dan tal cual cuando nos iniciamos en esta disciplina del saber. ¿Por qué no pensar de manera libre desde un principio? Porque pensar se aprende paulatinamente. Tardamos años en hacerlo más o menos con libertad. Significa que utilizamos las primeras etapas de nuestra vida para absorber, asimilar y aceptar ideas y creencias que otros establecieron antes de uno nacer (nos socializamos). Nuestra vida no empezó en 0 el día que nacimos. Nos antecede la historia humana. Hemos tenido que aceptar normas que dicen cómo hemos de vivir con otros, antes de ser capaz de entenderlas y luego cuestionarlas. Y cuando encontramos el valor de querer saber por qué creemos en todo lo que creemos, y nos disponemos a recapacitar, nos damos cuenta no estamos solos, de que muchos pensadores del pasado han pensado antes -acaso mejor que nosotros- lo que estamos sintiendo y pensando.
Si quiere aprender a pensar, el filósofo tiene que consultar las palabras de los pensadores del pasado y del presente, para dialogar de algún modo con ellos. Sólo así sabrá si lo que piensa ahora es realmente novedoso. Si no, aprenderá que al menos está compartiendo experiencias y sentimientos con muchos otros pensadores que le ayudarán a entender sus propias vivencias. Filosofar es también asumir que estudiar filosofía, aunque solitario, es al mismo tiempo de la memoria histórica de la filosofía. Estamos solos y acompañados. Diálogo interior y conversación con autores de ayer y hoy. Somos biografía y genealogía.
Actualmente se considera la filosofía como una materia curricular de dudosa utilidad, por lo que se abandona. A pesar de la veneración social de que gozan las ciencias, y carreras técnicas rápidas (¿carreras?, ¿rápidas?, ¿para correr a qué?), aún quedan los que piensan que la filosofía merece lugar importante en nuestra cultura. Cualquier disciplina puede enseñar a pensar, pero ninguna alcanza la radicalidad del pensar filosófico. Ninguna otra aspira a convertirnos en seres libres y críticos de querer seguir formando parte de una sociedad y una tradición que no hemos creado, o de elegir el camino que queramos y no el que otros habrán pensado para nosotros. Libres y críticos para ser capaces de dar un sentido a la vida que nos haga sentido.
Es posible que muchos no vean desde un principio este aspecto liberador de la filosofía. Hoy quien sienta curiosidad por ese saber tiene pocas alternativas, y tendrá que labrarse las propias con su iniciativa de buscar, de recuperar el apetito filosófico que la sociedad, las escuelas y la universidad han puesto a dieta de inanición.
Uno puede descubrir las obras de filósofos consagrados por la tradición. Es posible que sienta la originalidad y radicalidad del pensar filosófico. Pero a riesgo de leer esos razonamientos con un lenguaje complicado, extraño, difícil de entender y tal vez alejado del vivir cotidiano. Apreciar esos textos de autores filosóficos exige ser iniciados con personas entrenadas en filosofar. Eso debería estudiarse en empezando en la escuela y continuando en la universidad. Tan pronto se aprende a filosofar, los estudiantes empiezan a saborear el gusto de pensar ideas y verlas desde muchas perspectivas que amplían la mirada. Al principio se pudiera sentir la incomodidad de hacer tambalear ideas y creencias que se tenían incuestionables, por una mentalidad arraigada y preconcebida sobre la vida. Es normal en la experiencia de filosofar. Al pensar de nuevo con mente libre y crítica, nos damos cuenta que esas ideas y creencias ya no son tan importantes ni absolutas ni siquiera verdaderas. Porque filosofar es cuestionar y preguntar y seguir indagando con curiosidad e inquietud insaciable. Hasta aparecen respuestas ocultas dentro de uno mismo, sin saber que estaban ya adentro.
La filosofía ayuda a pensar sin miedo ante el reto de cambiar la mirada. La filosofía no pretende sólo explicar qué es la vida y el mundo, sino también que pensemos cómo queremos que sea, el ideal posible, que ahora no es, y que podría ser. Es un auténtico ejercicio en libertad de pensar.
El humano tiene un apetito natural de saber. Es evidente en la niñez con la mirada de asombro ante todo lo que existe y las preguntas que acarrean ese mirar curioso y asombrado.
El apetito se decrece con las presiones sociales y los entretenimientos que divierten la atención para no cuestionar. La sociedad, en términos generales, fomenta la dieta de no pensar.
Recuperemos el apetito del pensamiento. Hay hambre de saber.