Tolerancia
La tolerancia es una virtud infrecuente e importante. El máximo nivel de tolerancia lo alcanzan más fácilmente quienes no están abrumados por sus convicciones. Consideremos la decisión de un juez que rechazó en Madrid una solicitud de la policía de la ciudad para que ordenara que las prostitutas de la Casa de Campo se vistieran más decorosamente. Las prostitutas van apenas vestidas con tops, una blusita sencilla transparente y la más mini de las minifaldas, que, al decir del jefe de la policía, es indecente. Pero el juez dictaminó que, como ese era el uniforme de las prostitutas, tenían derecho a usarlo. Igual que los policías tienen derecho, y deber, de conducirse uniformados en público. Había llegado un Daniel dispuesto a impartir justicia. La sentencia del juez es la tolerancia materializada.
Tolerancia que hubiera sido aplaudida por el profeta más grande de esa virtud, John Stuart Mill. En su libro seminal Sobre la libertad, escribió: “la humanidad obtendrá más beneficio sin tolera que cada uno viva como le parezca mejor, en vez de obligar a cada uno a vivir como le parezca mejor a los demás”. Su observación conlleva importantes implicaciones. Define como intolerante a la persona que desea que los otros vivan como él cree que deben vivir, y que busca imponer sus prácticas y creencias a los demás. Afirma que la comunidad humana sale beneficiada al permitir y alentar el florecimiento de una variedad de estilos de vida y creencias sobre cómo vivir. Las creencias y estilos representan experimentos de la diversidad humana, con lo mucho que se podría aprender a cómo lidiar con la condición humana. Y articula la premisa -ética y ontológica- de que nadie tiene derecho a decirle a nadie cómo ser o actuar, en tanto que su actitud y comportamiento no dañe a un tercero.
Estas son las bases del liberalismo, una bendición para la vida libre y democrática; y una maldición para quienes creen que, a menos que haya mano dura para los pensamientos y los instintos humanos, la tierra se abrirá y se soltarán los demonios.
La tolerancia es, sin embargo, no sólo la pieza central, sino una paradoja del liberalismo. Porque el liberalismo practica la tolerancia de puntos de vista opuestos, y permite que éstos se expresen, dejándole a la democracia de las ideas la decisión de cuál ha de prevalecer. El resultado suele ser, con frecuencia, la muerte de la misma tolerancia, porque aquellos que viven según rígidos e inamovibles principios en cuestiones de política, moral y religión, siempre que se les dé una mínima oportunidad, hacen callar a los liberales, porque el liberalismo, por naturaleza, amenaza la hegemonía que ellos quieren imponer. A la pregunta ¿debe el tolerante tolerar la intolerancia?, la respuesta es no. La tolerancia tiene que protegerse a sí misma. Puedo hacerlo fácilmente diciendo que todos pueden tener su punto de vista, pero que no se puede forzar a nadie a aceptarlo. La única “coerción” debería ser la del argumento, la única obligación debería ser la del razonamiento honesto.
Tolerar es soportar uno mismo: cuando es otro el que soporta, ya no es tolerancia. Tolerar el sufrimiento de los otros, tolerar la injusticia de la que no se es víctima, tolerar el horror que no se sufre, no es tolerancia, sino egoísmo, indiferencia o algo peor. Tolerar a Hitler era hacerse su cómplice, al menos por omisión, por abandono, y esta tolerancia ya era colaboración. Una tolerancia universal sería tolerancia de lo atroz: ¡qué atroz tolerancia!
Pero esta tolerancia universal sería también contradictoria, al menos en la práctica, y por tanto, no sólo sería moralmente condenable, sino que estaría políticamente condenada, como han demostrado Karl Popper y Vladimir Jankélévith. Llevada al límite, la tolerancia acabaría por negarse a sí misma, ya que dejaría las manos libres a quienes quieren suprimirla. Así pues, la tolerancia sólo es válida dentro de ciertos límites, que son los de su propia salvaguarda, y los de la preservación de sus condiciones de posibilidad. Es lo que Popper llama “la paradoja de la tolerancia”. Moralmente condenable y políticamente condenada, una tolerancia universal no sería, pues, ni virtuosa ni viable.
En otras palabras: hay muchas cosas intolerables, incluso y sobre todo para el tolerante. Moralmente es intolerable el sufrimiento ajeno, la injusticia, la opresión, cuando sería posible impedirlos o combatirlos con un mal menor. Políticamente es intolerable todo lo que amenaza efectivamente la libertad, la paz, la justicia o la supervivencia de una sociedad. Por lo tanto, todo lo que amenaza la tolerancia, desde el momento en que esta amenaza no es simplemente la expresión de una posición ideológica (que podría ser tolerada), sino un peligro real (el cual debe ser combatido, por la fuerza, si es necesario). Es intolerable tolerar la destrucción de la democracia, a sus incertidumbres y a sus riesgos, que no obstante, son preferibles a las comodidades y seguridades de un totalitarismo.
Hellen Keller decía que "el logro más alto de la educación es la tolerancia”, y tenía razón; se puede confiar en que, en la mayoría de los casos, en una sociedad educada, el razonamiento equilibrado y desprejuiciado de una mente informada redundará en beneficio de lo que es bueno y verdadero.
La intolerancia es un fenómeno psicológicamente interesante, porque es sintomática del miedo y la inseguridad. Los fanáticos que, si pudieran, hostigarían a quien fuera para que se adecuara a su modo de pensar, podrían esgrimir que estaban tratando de salvar su alma, a pesar de ellos; pero en realidad lo hacen porque se sienten amenazados. Sus temores e inseguridades, sus culpas y frustraciones, se reprimen al inconsciente -pocos están dispuestos a reconocer su miedo a ser libre-, pero la represión ha de salir por algún lado; se proyecta en los demás en forma de control.
El talibán, en Afganistán, obliga a las mujeres a usar velo, quedarse en casa, y abandonar el estudio y el trabajo, porque teme la libertad de las mujeres, que a su vez, se liberan de los hombres. Los viejos se vuelven intolerantes con los jóvenes cuando se alarman frente a la indiferencia de la juventud ante lo que ellos conocieron y quisieron. El miedo engendra intolerancia, y la intolerancia engendra miedo: el círculo es vicioso.
Pero la tolerancia y la intolerancia no son sólo o siquiera invariablemente formas de aceptación o de rechazo, respectivamente. Uno puede tolerar una creencia o práctica sin aceptarla en sí misma. Lo que subyace a la tolerancia es el reconocimiento de que hay suficiente lugar y espacio en el mundo para la coexistencia de alternativas, y que si uno se ofende por lo que otros hacen, es porque ha dejado que eso que hacen se le enquiste y le cause rencor. Excepción a ello, naturalmente, es cuando lo que otros hacen es lesivo a la dignidad, produce un evidente daño o es perjudicial al bien ajeno.
Del mismo modo que la sencillez es la virtud de los sabios y la sabiduría de los santos, la tolerancia es la sabiduría y la virtud para aquellos de nosotros que no somos ni lo uno ni lo otro. Es una virtud modesta, pero necesaria, es una pequeña sabiduría, pero accesible.
La tolerancia es, al igual que la urbanidad, una virtud que quizá desempeña en la vida colectiva el mismo papel que la urbanidad en la vida interpersonal: es un comienzo de la vida civilizada, será poco, pero al menos es uno. Toleramos mejor a otros cuando aprendemos a tolerarnos a nosotros mismos: aprender a hacerlo es un loable objetivo de la vida civilizada.
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