En nuestro muy incierto y altamente complejo mundo actual, la sociedad y sus organizaciones requieren el desarrollo de un amplio espectro cultural y fluido, útil para orientarse en los vendavales con los que deben enfrentarse y con los problemas imposibles de conocer o anticipar antes que ocurran. Por espectro cultural me refiero a modos de pensar y vivir la realidad, y fluido porque la realidad no es estática ni fija en tiempo y lugar, sino en movimientos constantes, muchas veces en caos, sin dirección y sin control, no obstante lo que digan racionalistas y voluntaristas antojados en ordenar las cosas a su capricho y arbitrio.
Se hace cada vez más necesario crear una atmósfera de repensar en que la gente en general y los miembros de las organizaciones en particular, a todos los niveles, se dispongan a comprender el mundo y responder con sabiduría a las vicisitudes actuales. Las cosas son como son, y pueden ser como pudieran ser. Mucho que es, es no sólo insatisfactorio, sino salvaje y brutal. Las cosas son como son, pero no tienen por qué ser así. En este sentido, al menos son cuatro los componentes necesarios para crear e internalizar un paradigma proactivo que permita repensar y responder a las nuevas situaciones.
En primer lugar, teorizar sobre los fundamentos de la conducta humana en todos los saberes, a partir de las nuevas situaciones, efectuando una revisión crítica de los modelos mentales que sustentan las concepciones vigentes de la realidad, del ser humano, del conocimiento, del bien, y los modos de organizarse en grupos para propósitos comunes. En segundo lugar, teorizar sobre los fundamentos sistémicos y orgánicos de las organizaciones, practicando una revisión crítica de la teoría organizacional sobre la que se sustenta el diseño y funcionamiento de las organizaciones. En tercer lugar, conjugar teoría y práctica de tal modo que, en la interacción de pensar y de actuar, las personas se apropien de aprendizajes significativos que transformen sus vidas, y en lo posible, de las organizaciones, sobre todo, si ejercen liderazgo. Finalmente, en cuarto lugar la creación de métodos que hagan esto posible.
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Hagamos una suposición acerca de la naturaleza de las cosas, a saber, que los posibles resultados que una persona imagine respecto de una acción que él o ella pueda ejecutar, no se pueden enumerar a partir de un conocimiento, por completo que sea, de lo que es y de lo que ha sido. De aquí se deducen, entre otras, dos cosas. La decisión, mediante la cual una persona identifica y elige aquel de sus posibles actos que promete o sugiere el resultado que desea, no es una mera respuesta a las circunstancias, y contiene un elemento de inspiración o intuición -creatividad pudiera ser otro concepto-, que introduce una novedad en la secuencia histórica de las situaciones. La decisión se convierte así en el centro de una incesante creación de historia, y adquiere el significado que le dan la intuición, inspiración, creatividad, que son actitudes abiertas y activas, sin miedo a la vida, en vez de hacer -como pretenden racionalistas y voluntaristas- un cálculo secuencial de la conducta humana, un pasivo eslabón en cadenas de sucesos inevitables. En segundo lugar, al analizar la decisión, el empleo de una variable de incertidumbre distributiva, es decir, la probabilidad, resulta en un principio inadecuado, y ha de dar paso a una variable de incertidumbre no distributiva, es decir, como la posibilidad, entendida como una variable diferenciable de alguna manera en la emoción, la cognición y la espiritualidad, manifiesta en sorpresa del acontecimiento no previsto, en epifanía en un instante de lucidez, en asombro ante el misterio, en revelación de una idea.
El desafío está planteado. Libertad, inspiración, comprensión del mundo, fijación de propósitos, tesón por alcanzarlos, disponibilidad a crear de nuevo. El desafío es concreto, aunque nada sencillo: abandonar cualquier determinismo, dogmatismo, fundamentalismo, y aceptar la complejidad y la incertidumbre -el caos- como los puntos de partida de toda decisión, y todo conocimiento.
Si tuviésemos que tener una definición precisa y exacta de los problemas, antes de proceder a estudiarlos o investigarlos, y antes de proceder a buscarles soluciones, y si para obtener la definición precisa y exacta tuviésemos que basarlas en adoptar una disciplina del conocimiento científico, intelectual, profesional, entonces la precisión exacta, y supuesta claridad que brinda la definición, se convierte en mayor confusión y frustración; entonces, los problemas iniciales se escapan de la comprensión, y lo que es peor, si se efectúan investigaciones y aplican soluciones, los problemas se agravan y esconden sus raíces. Al seleccionar un área del conocimiento o de una profesión, eliminamos otras rutas en las que pudimos explorar la naturaleza y dimensiones de los problemas y de las situaciones. En este sentido, la precisión, la claridad y la definición son un precio demasiado alto que pagar para entender y resolver los problemas, y para vivir eficazmente.
En la medida que universidades -y sistemas educativos en general- fragmenten conocimientos en parcelas custodiadas por la policía académica que se apropia del conocimiento, es decir, expertos; en la medida que se prosiga separando el conocimiento del ser humano, la vida y el mundo en fronteras de departamentos y facultades, en esa medida se incrementa la incapacidad universitaria para entender el mundo, la vida y el humano. Al faltar entendimiento, y actuar con un entendimiento deformado, las acciones se hacen torpes en el mejor de los casos, y perversas en el peor.
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Las ideas que tienen un arraigo superficial pueden cambiarse fácilmente, pero no ocurre lo mismo con las que nos exigen reorganizar nuestra imagen del mundo. Por el contrario, estas despiertan hostilidad. No obstante, desde hace mucho tiempo escuchamos hablar cotidianamente acerca de cambios profundos, significativos, velocísimos y amplios, es decir, cambios que exigen transformar nuestra imagen del mundo.
Pero la frecuencia con que se pronuncian esas palabras hace que ya no nos conmuevan, que carezcan de verdadero significado y que hayan pasado a engrosar el nutrido conjunto de clichés con que nos sentimos seguros y confiados en nuestra vida diaria. Para las organizaciones humanas en particular, y de modo muy particular, para las universidades, ese nuevo cliché se ha convertido en la amenaza más peligrosa, incluso fatal, porque una vez vaciado de sentido, el cambio ya no les preocupa ni inquieta, cuando -en verdad- debería estremecerlas. Algunas instituciones de la sociedad, pongamos por caso, los partidos políticos y las iglesias -los ámbitos del poder religioso y del poder político- son naturalmente propensas al acomodo de las palabras que ocultan la realidad, esto es, son organizaciones que les conviene el uso reiterado del doble lenguaje paradójico, por un lado, hablar de la necesidad del cambio y la importancia de ser pertinentes a los nuevos tiempos, y por otro lado, no hacer nada al respecto. El poder tiende a autosatisfacerse en sí mismo, como fin, no como instrumento, en consecuencia, personas en poder se incrustan. Pero la universidad es el único espacio en sociedades libres, democráticas y pluralistas en que se busca la verdad -en verdad-, donde quiera que se encuentre o se descubra, y por cualquier camino que instrumente la búsqueda, sin más límites que no sean la inteligencia, inventiva y decencia humana.
Las fuerzas del cambio actúan como avalanchas que pueden destruir a las organizaciones y a sus líderes. Sin embargo, los mapas conceptuales con que tratamos de comprenderlas y enfrentarlas están profundamente impregnados de determinismo y reduccionismo. Los esfuerzos de formulación de objetivos y ejecución de estrategias no han escapado de esa influencia sino que, por el contrario, han intentado resolverse mediante abordajes analíticos, mecanicistas y cuantitativos, preocupados por la modificación de las partes e incapaces de alertarnos a percibir totalidades complejas.
Los conocimientos, en especial de las ciencias, ya incorporan el desorden, lo discontinuo y lo impredecible como coordenadas de sus desarrollos conceptuales. Las organizaciones comienzan a interpretarse como sistemas orgánicos adaptativos, que responden a una dinámica no lineal, en constante interacción con el entorno, sin precisión de bordes ni de interfaces claros, lo que significa deben ser entendidas como procesos caracterizados por un perpetuo estar haciéndose sobre la marcha. La arrogancia determinista se niega a reconocer, en función de los avances científicos actuales y potenciales, que la mayoría de las cosas que suceden a nuestro alrededor son imprevisibles. Que sabemos muy poco. Que convivir con el caos es un factor crucial de supervivencia. Que mantener dos o más ideas simultáneas y contradictorias en la mente, sin sentirse incomodado, es un factor crucial de la inteligencia. Que ello es mucho más eficiente y efectivo que lamentarse de no poder vivir en un mundo más previsible y mejor controlable, pero -por eso mismo- más gravemente distorsionado y peligroso.
Así, conviene a ciudadanos democráticos repensar las cosas de nuevo.
Pedro Subirats Camaraza
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