Los filósofos se interesan por la verdad porque -como estudiosos del conocimiento- están implicados en descubrir verdades, o en detectar falsedades, con respecto al mundo, la existencia, y el mismo conocer. Sobre todo pretenden entender la naturaleza de la verdad misma. ¿Cómo se puede comprender la naturaleza de la verdad?
La posición habitual se basa en que el amplio desacuerdo respecto a qué es la verdad demuestra que ésta es relativa a la comunidad, al contexto socio-histórico, e incluso al individuo. Según este punto de vista, nada es una verdad absoluta: sólo es “verdad-para-mí”, “verdad-para-nosotros”. De hecho, esta visión se basa en una confusión.
Considere que dos individuos están en desacuerdo sobre cuántas personas han cruzado a nado de Cuba a Key West, EU. Tal desacuerdo no implica la inexistencia de hechos concluyentes respecto a ese desacuerdo. Si es demostrado por evidencia objetiva que es 1 persona, y existen pruebas que toda persona racional podrá asentir de que, en efecto, es así, quien dice son 2 personas está absolutamente equivocado. Desacuerdo no implica relatividad: la verdad puede ser difícil de descubrir, complicada de averiguar, ardua de investigar, pero esto no significa que sea relativa a otra cosa que los hechos o cómo son las cosas.
¿Verdad? Es lo que es verdadero, o el hecho de serlo, o el carácter de lo que es. Es por tanto, una abstracción, pero esta abstracción es lo único que nos permite pensar. Si no hubiera nada en común para el pensamiento, entre dos proposiciones verdaderas, no tendría ningún sentido decir que lo son, ni decir intelectualmente cualquier cosa: todos los discursos serían equivalentes y no valdrían nada (porque podría decirse, tan bien como mal, lo contrario de lo que se dice). No existiría ninguna diferencia entre un delirio y una demostración, entre una alucinación y una prueba, entre un conocimiento y una ignorancia, entre un falso testimonio y un testimonio verídico, entre quien sabe y quien no sabe sobre algo en que es demostrable -con criterios teóricos y empíricos- quién sabe y quién no sabe de verdad, como yo en enderezar el fémur del paciente doliente en hospital.
Sería el final de la razón, y la sinrazón. Sin esta normatividad inmanente, no habría modo de engañar ni de engañarse, ningún medio de mentir ni de mentirse. Por cuyo motivo un solo error reconocido -y no escasean- o una sola mentira desenmascarada -son legión- o una sola idea estúpida -infinitas-, bastan para confirmar la importancia, o al menos, la idea de verdad. Abstracción, sí, pero necesaria.
¿Qué relación tenemos con la verdad? La pregunta es tan antigua como la filosofía, y es posiblemente la filosofía misma. Hoy se plantea con renovada fuerza. Es como si los progresos mismos del conocimiento volvieran la noción de verdad más problemática. Se da ahí una paradoja, que dice mucho de nuestro tiempo. Ninguna época ha dispuesto de más conocimientos, ni tan precisos ni tan fiables. Nuestros científicos, que son sin duda la gloria intelectual de nuestra triste época, multiplican como nunca los descubrimientos y las experimentaciones. La biología o la física actual hubieran dejado estupefactos, suponiendo que pudieran comprenderla, a un Buffon o un Laplace.
Nuestros medios de comunicación, en su esencial mediocridad, contienen una multitud de informaciones sin equiparación posible con aquellas de las que disponían las mentes más avanzadas de los siglos pasados. Se sabe hoy mucho más de lo que jamás se haya sabido, en casi todos los dominios del saber, la ciencia y la cultura. Y podría creerse, por tanto, que la noción de verdad habría de salir reforzada, por la amplitud y el acceso al conocimiento que hoy es incomparablemente mayor que en ninguna época pasada.
Pero es sabido que no es así, y que esa sea, quizá, una de las características principales de nuestro tiempo. ¿Verdad? ¿A qué juez o abogado o fiscal le interesa? ¿A qué político le preocupa? ¿A qué científico pretendería conocerla? ¿A qué negociante le conviene? ¿A qué medio de comunicación, periodismo, información, atrae? ¿Y cuántos filósofos llegan al punto de decir que no existe, que nunca ha existido, que no es más que la última ilusión mitológica de la que es necesario desprenderse?
Existen para ello razones teóricas y prácticas. Las razones teóricas pueden relacionarse, por comodidad, con la revolución kantiana. Desde el momento en que nos encontramos separados de la realidad por los medios mismos que nos sirven para conocerla, queda demasiado claro que nunca podremos conocerla tal como es en sí misma o de un modo absoluto. No conocemos el ser, sólo los fenómenos, el mundo tal como aparece a través de las formas de nuestra sensibilidad y entendimiento, los objetos que construimos (por medio de nuestra percepción, nuestro lenguaje y nuestras ciencias) y que carecen de una relación con las cosas en sí. Puede decirse que eso no anula nuestros conocimientos, que, al contrario, permite pensarlos como posibles y necesarios.
Desde luego que sí… pero un conocimiento que no se refiere al ser ¿acaso sigue siendo una verdad?
“El pensar y el ser son una y la misma cosa” decía Parménides, y es lo que cada vez se nos hace más difícil de concebir. “La verdad consiste en el ser -decía Descartes-, la verdad es una misma cosa con el ser” y es eso mismo -el ser, la verdad y la feliz indistinción entre los dos-, lo que hemos perdido y que nos separa, desde un punto de vista filosófico, de la felicidad. Nos vemos expulsados del país de la verdad, expulsados del país del ser, porque es el mismo, y a ese exilio le llamamos mundo.
El olvido del ser se produjo a veces, nos recuerda Heidegger, en nombre de la verdad, porque no era sino la verdad del sujeto. ¡Pero cuánto más terrible es el olvido de los dos, como un lento hundimiento en el fenomenismo o la sofística! Si nada es verdadero, como pretendía Nietzsche, ¿qué nos queda por vivir y pensar? ¿Nuestros sueños, nuestras interpretaciones, nuestros fantasmas, nuestras certidumbres y mentiras, compromisos y demagogias, autenticidades y falsificaciones? Pues bien, pero todos son equivalentes, ya que ninguna verdad puede decidir entre ellos y no valen nada.
Por eso la sofística conduce al nihilismo, y Nietzsche a la modernidad, y si no hay hechos, sólo interpretaciones, según la famosa fórmula de La voluntad del poder, el propio mundo se nos oculta: ya sólo nos quedan discursos sobre el mundo. Es como un mundo virtual, que habría absorbido lo verdadero hasta disolverlo. Quizá se pueda vivir en él. Pero entonces ¿para qué querer vivirlo y pensarlo de verdad? ¿Por qué no conformarse con una hermosa mentira, con un discurso hábil o con una ilusión confortable?
Es filosofía de charlatanes y embaucadores y sofistas: la muerte de la filosofía. El nuevo suicidio colectivo socrático. Si no hay verdad, se puede pensar cualquier cosa, pero también ya no se puede pensar, si nada es verdadero, no es verdadero que nada sea verdadero, si todo es falso, es falso que todo lo sea. Esta contradicción, lejos de refutarla, vuelve irrefutable a la sofística, porque sólo podría refutarse en nombre de una verdad, al menos posible, que ella recusa.
Entonces ¿qué? Entonces ya sólo quedan relaciones de fuerza y conflicto, tan inagotables como agotadoras, de las interpretaciones. Es el mundo de la guerra, del mercado y de los medios de comunicación. Nuestro mundo. Un mundo sin ser, sin realidad, sin verdad, un mundo sin consistencia, un mundo virtual, en el que sólo habría signos e intercambios, los simulacros de comerciantes y de políticos, los farsantes de las religiones, un mundo de broma, como un chiste, pero un chiste pesado sin gracia ni humor.
Es necesario escapar, liberarse. ¿Cómo? Mediante un retorno resuelto a la idea de verdad. Que nunca pueda conocerse por completo ni absolutamente, es hoy en día una evidencia aceptable. Lo era para Montaigne, Pascal o Hume. Pero jamás pretendieron que por tal motivo no existiera, ni que pudiéramos acceder a ella. Simplemente pusieron en duda, y es distinto, que se pudiera hacerlo con certeza. Es lo que distingue al escéptico (para quien nada es cierto) del sofista (para quien nada es verdadero). Las dos posiciones no son ni idénticas ni convergentes. Que nada sea cierto no prueba que todo sea falso. Que todo sea dudoso no prueba que nada sea verdadero.
Y dicho sea de paso, es donde Popper nos permite escapar del relativismo integral. Que ninguna teoría pueda nunca, en rigor, ser experimentalmente verificada, no significa que todas sean iguales: porque pueden, al menos, ser refutadas o falsadas, porque de hecho lo son en la historia de la ciencia. Es lo que había visto Spinoza: toda verdad es eterna, y sólo ella. Es lo que había visto Frege, por otra vía. La verdad necesita ser conocida para ser verdadera (“no tiene necesidad de ningún portador”), y por eso “el ser verdadero de un pensamiento es independiente del tiempo (Escritos lógicos, 184, 191).
Renunciar a la verdad supone renunciar a la eternidad al mismo tiempo que al ser, lo que nos separa del mismo mundo en que estamos y del lugar de salvación. El conocimiento libera y salva, al menos, en el kairós del ahora eterno.
En honor de Epicuro y Spinoza: la eternidad es ahora y la salvación es en la medida en que habitemos el mundo en verdad.
En cuanto a las razones prácticas del descrédito actual de la idea de verdad, del desprecio en darle la espaldas a siquiera buscarla y acogerla parcialmente, residen, a mi modo de ver, en la imposibilidad en la que nos encontramos, al menos desde Hume, de colmar la distancia que separa el ser del deber ser, lo verdadero del bien, o sea, las verdades de los valores.
Una verdad es el objeto, al menos posible, de un conocimiento; y un valor, el objeto, al menos imaginario, de un deseo. Son dos órdenes diferentes, el orden teórico y el orden práctico, que sólo podrían unirse en Dios o en un sujeto trascendente. Si la verdad es el ser -aletheia- o la adecuación al ser -veritas-, entonces la verdad y el ser se relacionan inseparablemente, porque podemos desear lo verdadero y conocer nuestros deseos, al menos parcialmente, y porque no dejamos de tender hacia ellos.
Es lo que nos hace hombres con ansía de eternidad.
Es lo que nos aboca a la filosofía. Lo contrario de la esquizofrenia del ser y del deber ser, característica del mundo, es el amor a la verdad, que es, al mismo tiempo, una virtud moral y una exigencia intelectual.
Pedro Subirats Camaraza
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